miércoles, 17 de abril de 2019

Eros y Thanatos



No soy freudiano, ni mucho menos, pero sí hay observaciones de este eminente pensador - bastante dado a la mera especulación ausente de la más mínima comprobación – que, si no son del todo ciertas, sí se acercan bastante a lo que podemos experimentar en nuestras vidas.
Las dos pulsiones que menciono en el título, la atracción de la vida y la atracción por la quietud y la ausencia de todo que implica la muerte -muy importante, aunque queramos negarla- se encuentran enlazadas y nos van aportando experiencias vitales que, con un pequeño esfuerzo, podemos reconocer sin problema alguno. Vida y muerte tienen y aportan, por sí mismas, un enorme potencial de recompensa y satisfacción, sin que ello quiera decir que Thantos nos impulse a la destrucción, propia o ajena.
Tiene que ser otro impulso, más descontrolado que su padre original Thanatos, Destrudo el que nos lleve al placer por la destrucción y ayer pudimos ver, si nos paramos a reconsiderar nuestros propios sentimientos, lo cerca que estamos de dejar correr a este señor de forma desbocada y violenta. El incendio de Notre Dame es el ejemplo perfecto de esta mezcla de sensaciones: angustia por la pérdida y admiración por la estética del fuego destruyendo la belleza. Las dos pulsiones eran nítidas, estaban presentes mientras las imágenes se sucedían en las televisiones y no hay que renegar ni de la una ni de la otra.
El fuego nos atrae, nos hipnotiza y nos lleva a etapas primitivas de nuestra historia como especie, a momentos en los que su sola presencia conjuraba el miedo y nos daba el omnímodo poder de destruirlo todo con un simple acto de nuestra voluntad. Y nos gusta: lo adoramos, lo hacemos presente en los sacrificios de las antiguas religiones y le confiamos la luminosa llamada de nuestras modernas y civilizadas plegarias en forma de velitas encendidas en los templos.
Es el fuego de la elevación, el carro en el que nuestras ofrendas llegaban a los dioses, y ayer Notre Dame tuvo una atávica presencia sacrificial en nuestros ánimos recordándonos que el orden es efímero y que la destrucción aguarda al final de todas nuestras obras, por mucho que se las ofrezcamos a los dioses: fueron ellos los que nos dotaron de la pulsión de destruirlas para conservar la esencia de Caos, verdadero dios reinante en su vacía eternidad.

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