domingo, 6 de noviembre de 2016

El pisito


Anda el patio revolucionado por la compra y venta de un pisito de protección oficial que ha conseguido organizar a los muchos corifeos que dirigen a los fieles vocalistas, siempre prestos a rasgarse las vestiduras y mesarse los cabellos. Vaya por delante que no defiendo al protagonista de la acción que tanta indignación ha generado, pero creo, sinceramente, que una vez más España atiende al huevo olvidando el fuero y sigue sin atender a las raíces y razones que han permitido una acción tan habitual como repetida en los últimos años.
Curioso que tanto ruido mediático se contraste con el silencio de plomo que rodea el escandalazo de la venta de las viviendas municipales realizada por la administración municipal de Ana Botella, que va camino de los tribunales para convertirse en un caso muy divertido con ramificaciones familiares incluidas. Tampoco se ha dicho casi nada sobre los posibles pufos de la empresa familiar de una nueva ministra ni de los revolcones legales de otro ministro implicado en no sé qué mejunjes inmobiliarios. De Cospedal mejor no iniciar comentario alguno, que necesita mucho más tiempo, dedicación y extensión de lo que tengo en mente escribir hoy. Sólo con su paso por Castilla la Mancha habría para escribir tomos enteros sin tener en cuenta el magnífico y brillante momento chorra del “despido en diferido” o los tratamientos informáticos a base de martillazos. Verdaderamente, la chica da para mucho y mejor dejarlo ahí, que me quiero centrar en la idiosincrasia patria y nuestra tendencia al enchufismo, al amiguismo y al compadreo.
Heredamos, como buenos latinos, los vicios y maneras del clientelazgo romano, aquél que obligaba al poderoso a favorecer al protegido a cambio de su obediencia y su adscripción política y que acabó dando lugar a una figura puramente autóctona que supimos exportar a nuestras colonias americanas: el caciquismo. De aquellos polvos vienen estos lodos que todos, con mayor o menor alegría, explotamos como podemos para favorecer nuestros intereses. Yo mismo me vi favorecido por un “enchufe” para poder entrar como alumno en el instituto que me correspondía, como casi todos los que allí formábamos para entrar en las aulas.
El caso que nos ocupa parte de un vicio del que nadie ha hablado suficientemente y que, de no evitarse, seguirá generando conductas similares: ¿Por qué una promoción de viviendas de protección oficial destina el 15% de las mismas a ventas de “libre designación”? ¿Es que estamos tontos? ¿Es que no está claro que todas y cada una de esas viviendas van a acabar en manos de los mejor “enchufados”? ¿Nadie ha hecho la lista de los agraciados por el resto de las viviendas así clasificadas en la misma promoción y las razones de su suerte? Yo no la conozco, pero sería curioso conocer los nombres y sus diversas relaciones con los promotores y sus bancos, con los constructores y demás implicados directamente en la gestión de esa promoción. No, la cosa nace podrida porque TODOS, promotores y administraciones bendicen, de partida, la asignación a dedo reservada a “compromisos”. ¿Qué tipo de compromisos? La categoría es amplia y va desde la devolución de favores, relaciones familiares y comerciales o manejos políticos que pueden afectar a cualquiera, que ya hemos visto de todo.
España es un país de corruptelas y me gustaría que los que tanto ruido hacen y tanta indignación demuestran tuvieran el mismo criterio ético a la hora de evaluar el origen de grandes fortunas que, hoy en manos de miembros activos del PP, se generaron con el extraperlo franquista, corruptelas inmobiliarias, emisoras de radio destinadas a ensalzar las bondades del régimen y un largo etcétera de actividades absolutamente inmorales hoy olvidadas gracias al bálsamo del tiempo y, fundamentalmente, del dinero, que ya nos advertía el genial Quevedo sobre sus bondades:
Nace en las Indias honrado, 
Donde el mundo le acompaña; 
Viene a morir en España, 
Y es en Génova enterrado. 
Y pues quien le trae al lado 
Es hermoso, aunque sea fiero, 
Poderoso caballero
Es don Dinero.
Es don Dinero.

No me gusta la acción del lapidado, pero lo que si me gustaría realmente es que el criterio ético del país se elevara de forma sustancial para que, ejemplarizados por lo que pasa en otras democracias, consiguiéramos separar lo legal de lo moral y que todos nuestros políticos desfilaran al son de una misma partitura ética que les obligara a todos. Si eso fuera posible otro gallo nos cantaría y los cuadros de la política nacional se adelgazarían gracias al desfile vergonzante de “beneficiarios a título lucrativo”, no juzgados por “defectos de forma cuyo fondo está podrido” y una larga fila de embutidos ensortijados larga como la noche que envuelve nuestra política.

Vale, su papá lo enchufó, pero creo que el objetivo que debemos platearnos es el de trabajar todos para tratar de eliminar la posibilidad de que todos los padres puedan hacer valer su posición para favorecer a los unos en detrimento de los muchos. Simplemente, con algo tan pequeño, este país cambiaría mucho y lo haría para bien. Y a los corifeos, decirles que dirijan a sus fieles cantores a dar serenatas bajo todos los balcones y a todos dar el mismo mensaje, que, si es bueno para unos, todavía es mejor para los otros y también necesitan oír la música que les avergüence.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Lo trajo la niebla


No era un buen día y lo sabía. El despertador había interrumpido un sueño profundo y espeso que dio lugar a un sobresalto que presagiaba lo peor a la vez que el ruido de las gotas en el tejado le anunciaba un camino lento, de tráfico espeso como un río de lodo que no llegaba a ningún destino. Puso el café y se encaminó a la ducha con ánimo negro y la esperanza de que el agua caliente se llevara parte de los funestos augurios que dominaban su espíritu en un jueves tan absurdo como todos los jueves, ese día de la semana que ya nos deja la huella del cansancio extremo sin aventurar siquiera la fresca esperanza que llega con los viernes, por mucho que la experiencia nos diga que el fin de semana tampoco será nada del otro mundo y seguiremos dominados por la rutina de unas vidas prefabricadas que circulan por el camino de lo prestablecido.
El vapor del agua caliente, por fortuna, había empañado el espejo y por lo menos, se libró de la contemplación de sí mismo; ese desconocido que, desde hace unos años, se encontraba con él por las mañanas sin que, día tras día, pudiera reconocerse en ese ser que le saludaba al otro lado. ¿Es posible que ese espantajo sea yo mismo? Desde hacía tiempo era consciente de esa especie de esquizofrenia en la que discurría su vida como si, en realidad, fueran dos: la que él sentía como resultado de su subjetividad, joven, dispuesta y sin la huella del tiempo y las comidas en su cuerpo y la otra, la que le gritaba que la verdad pertenecía a lo que el mundo veía de él y de su realidad, constituida por las décadas pasadas, el trabajo de oficina y la claridad de las huellas del tiempo impresas en cada punto de su cuerpo. Por lo menos, hoy no me encuentro con él, pensaba al salir del cuarto de baño envuelto en albornoz camino del café caliente mientras la casa permanecía en el pesado silencio del último sueño.
El resto fue lo de siempre: vestirse en silencio y con cuidado, asegurarse de que llevaba el teléfono móvil con la batería cargada, echar un ojo a los mails de la oficina, borrar los publicitarios que le acosaban con ofertas que ya ni veía, y encaminarse hacia el coche arrastrando el tedio de un día más que nada aportaría a su carrera profesional, en la que sólo aspiraba a un languidecer placentero haciendo lo que siempre había hecho y lo que nadie parecía valorar, ni siquiera él mismo. El motor del coche se puso en marcha mientras los parabrisas limpiaban el agua del otoño – ya no hacía caso de esos campos cercanos a su casa que tanto se alegraban de la novedad tras el estío de un verano de horno – se puso el cinturón de seguridad y encendió la radio para confirmar lo que ya sabía de antemano. Follones políticos, crisis mundial, calentamiento global, el penúltimo caso de corrupción de éstos y de aquellos y nada. Como siempre, nada nuevo que rompiera el ruidoso silencio de una monotonía instalada en el absurdo a la que ya no le apetecía prestar atención ni para enfadarse; no valía la pena seguir peleando por una indignación que nada le reportaba.
A veces, tenía la sensación de ser el único que se daba cuenta de que aquello no podía mantenerse sin terminar en un desastre global y cada vez más violento. Le parecía imposible que todo ese caudal de errores -inmensos, enormes, magníficos y absurdos errores – no tuvieran consecuencia alguna. Era como si nada de lo que constituía la realidad pudiera tener consecuencias en ese pequeño universo del país, como si nada fuera real o tuviera el suficiente peso como para terminar de hacer descarrilar ese tren marchando hacia el caos absoluto que lo devoraría todo un día. Más tarde o más temprano, ese final apocalíptico tendría que tomar forma y dominarlo todo, pero él ya se había retirado; ya no hacía nada y, sobre todo, no comentaba nada harto de que sus conocidos, lejanos o cercanos, rechazaran de plano la visión que el trataba de trasladarles con meridiana claridad.  Unos y otros argumentaban como imágenes simétricas de una visión confundida dominada por los discursos particulares de los partidos afines, siempre corta, siempre mentirosa y siempre ajena a la realidad que, a él, le escupía su desprecio a la cara sin que pudiera luchar contra ella.
El gusano de coches se deslizaba lento por la estrecha carretera camino de la autopista, allí donde todos se detendrían como siempre, en el mismo lugar, a la misma hora y día tras día: siempre igual, con las mismas señales y los mismos e inmutables puntos de referencia. Todo era igual pero, con el aire que entraba por la abierta ventanilla que trataba de despejar los cristales del vaho de la lluvia, ese día entró algo que no esperaba: entró su propia felicidad escondida entre la débil niebla del pequeño valle del río que todos los días tenía que atravesar. Como un latigazo que nos despierta de repente, su niñez se hizo presente para llevarle a una lejana montaña donde, se dio cuenta, había tenido un momento raro y pocas veces repetido, un momento de plena felicidad, de absoluta e inerte plenitud asociada, esta vez sí, con una niebla espesa, fuerte, densa y dominante que lo silenciaba todo y dejaba al mundo suspendido de la nada mientras ella, segura y tranquila, cubría cumbres y valles con una luz difusa que destruía contornos y lo dejaba todo impregnado de su olor de agua y de nube; de libertad y de viaje, de tiempos largos y fríos helados que se pegaban a la ropa camino de una piel aterida que no podía reaccionar ante la belleza del momento.
A caballo, en la cima de un collado, dominando dos profundos valles de montaña, volvió a sentir la dureza de las peñas y a recordar, sin querer recordar, la alocada carrera de los muflones pendiente abajo saltando entre los enormes pedregales que se prolongaban hasta el lago, diáfano, lejano y todavía iluminado por un sol que resistía el avance las nubes de niebla que ya señoreaban las cumbres. Todo conformaba un paisaje mágico al que, de repente, se sumó la presencia de un águila real que le pasó a poco más de un metro de la cabeza en persecución de las cabras y que rompió la niebla en silencio, tranquila, segura y pausada en la confianza de que algún cabrito se rompería la crisma en la carrera. Fue algo tan inesperado, tan potente, tan fidelizado en el recuerdo que, por un momento no supo dónde se hallaba: si en el coche o si había vuelto al monte llevado por la magia del indeleble recuerdo. Abrió la ventanilla del todo y el olor se hizo más fuerte, más intenso, más evocador y más urgente, tanto que notaba que le demandaba algo que no era capaz de identificar pero que, sin embargo, percibía como urgente y necesario.

Y en ese momento lo supo y cerró la mente a cualquier duda: apagó el teléfono, llegó a la rotonda y en lugar del camino habitual, giró en redondo para dirigirse a la montaña en busca de la niebla y su recuerdo. No volvió nunca y nadie sabe que, por fin, fue feliz en el silencio de una niebla con la que consiguió iluminar su vida.

martes, 1 de noviembre de 2016

La desigualdad social como objetivo


Escribir, hoy, sobre la desigualdad social es casi una obligación derivada del mínimo sentido de decencia en un mundo que, cada vez, tiende a olvidarse de conceptos como justicia, igualdad de oportunidades, solidaridad y política desarrollada al servicio de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Surgen estudios, estadísticas y artículos relacionados con esta realidad que empieza a ser un problema real para todos y que, con independencia del país que se analiza, permea las fronteras para convertirse en un problema global, algo que los causantes de tal problema conocen y explotan a su favor.
Me temo que la “cosa pública” ha dejado de ser la meta para convertir a los políticos y a los diferentes sistemas en parte de la “cosa nostra” con un “nosotros” cada vez más amplio, plurinacional y ajeno, por completo, al desarrollo del bien común. ¿Qué ha pasado para que los intereses de los menos primen de tal manera sobre los derechos de los muchos? Pues han pasado muchas cosas y casi todas malas para nuestros intereses; los de los simples ciudadanos que vemos arrumbados nuestros avances sociales arrollados por una ola de globalización financiera que se ha llevado muchas cosas por delante y amenaza con destruir todo lo que se oponga a su creciente marea de intereses.
Los gestores de una Europa destruida por la segunda guerra mundial, imaginaron una sociedad equilibrada en la que la riqueza común tendía a repartirse mediante sistemas sociales encaminados a conseguir la prosperidad del colectivo social de las naciones; una sociedad en la que los impuestos se fijaban de forma proporcional a los ingresos y que fijaba sus objetivos en una igualdad de oportunidades que llegara a todos los colectivos. Esta idea, más o menos independiente de las afinidades políticas de cada cual, izquierda o derecha, era compartida por todos llegando, incluso, a sectores que hoy, décadas más tarde, luchan con todas sus fuerzas contra los sistemas fiscales. El reparto de la riqueza se ha considerado, en el último siglo -más o menos – una garantía de paz social, empezando por los más ultraliberales americanos encabezados por Henry Ford, de cuyos delirios filo-hitlerianos hoy sabemos mucho. Fue él el que aspiraba a asegurar su negocio bajo la máxima de “quiero obreros bien pagados que puedan comprar mis coches”. De esta manera, simple, directa y transparente, se aseguraba la generación y estabilidad de una clase media que accediera a los bienes de consumo -el famoso mercado – asegurando la viabilidad de la actividad empresarial. Los impuestos, mal menor, aseguraban, a su vez, unas infraestructuras mínimas necesarias para que todo fluyera de una manera adecuada, sin pretender mucho más.
Europa, más afín y más escarmentada por las muchas tensiones sociales del Siglo XIX, quería ir más allá en términos de seguridad social, derechos laborales y construir el llamado “estado de bienestar” que asegurara los muros contra la amenaza comunista representada por los deseos imperialistas de la Unión Soviética, en permanente dinámica anexionista y expansiva. Fruto de ese enfrentamiento constante, la Europa democrática generó una clase media satisfecha, honrada y solidaria que entendió el desarrollo social como una meta válida y universalmente aceptada. La desaparición del enemigo comunista relajó la tensión y la llegada de la globalización puso la puntilla final al “estado de la cosa”, dejando a las nuevas corrientes neo-liberales, genéticamente insolidarias y egoístas, al mando de las corrientes dominantes en las cúpulas de las corporaciones y de la influencia política. Probablemente, el momento clave que señala el triunfo de esta nueva tendencia, lo podamos encontrar en el periodo de la administración Reagan y la completa liberalización de los mercados financieros de los EEUU que tan graves consecuencias tuvo, años más tarde, y cuyo máximo exponente fue la quiebra de Lehman Brothers y posteriormente, el caos económico que ahora, después de 8 años, seguimos viviendo y que no acaba de solucionarse por completo, pues las noticias que llegan sobre la banca Alemana e Italiana no son especialmente positivas y es posible, muy posible, que las nubes que se ven en el horizonte configuren el tormentazo de mañana. Veremos.
Mientras tanto, los muy ricos y sus corporaciones globalizadas, pretenden estirar la idea en la que se basan los paraísos fiscales para convertirse, ellos mismos y sus intereses, en elementos aislados y ajenos a la política fiscal de los estados y sueñan con un panorama idílico en el que sus intereses de clase primen sobre el colectivo social en el que desarrollan sus negocios. No quieren que haya reparto; aspiran a conservarlo todo y cuestionan la validez de un sistema que rechazan de plano sin aceptar ningún principio de reparto de la riqueza o aportación social reglamentada. Se amparan en un filantropismo que dirige las ayudas allí donde ellos estiman conveniente marginando a las administraciones estatales por inútiles.
Sobre esto se ha escrito mucho y me quedo con un párrafo del libro “La secesión de los ricos” de los catedráticos de sociología de la Universidad de Valencia, Antonio Ariño y Juan Romero:
“El proceso de desanclaje financiero, económico, político, cultural, moral y residencial de las élites en relación con la sociedad en la que se hallan nacionalizadas y tributan” y cuyo máximo exponente es el proyecto de construcción de una isla flotante en aguas internacionales en la que estas élites puedan hacer sus negocios sin estar sujetos a ninguna legislación estatal. No está mal, pero las consecuencias de esta concepción clasista, segregadora y absolutamente elitista nos recuerda, siempre hay precedentes en la historia, a las tensiones sociales y a las luchas de clases de la Roma republicana dividida entre patricios -los que usaban la “res pública” a favor de sus exclusivos intereses – y los plebeyos -relegados a servir al bien común sin obtener nada a cambio- y que acabó en un buen follón que se prolongó a lo largo de los siglos. Mientras que los patricios medraban a costa de la estructura y la administración de los intereses de Roma, el pueblo llano sólo podía aspirar a la mera subsistencia, generando un término que se ha mantenido hasta nuestros días: proletario, aquél cuya única riqueza es su prole: los hijos como fuerza laboral y único patrimonio de los padres.
Hoy, como ayer, los modernos patricios hacen valer sus interese por encima del bien común y hacen y deshacen amparados por la imposible gobernabilidad de un sistema de comunicaciones globalizado, inmediato y lleno de zonas oscuras para la fiscalización de los estados. Ellos, que generaron el desastre mediante prácticas deshonestas, han puesto de rodillas a los estados europeos que acudieron, solícitos, a solucionar sus problemas con dinero público, el mismo que ellos no quieren generar mediante el pago de impuestos. Ellos y sus negocios se colocan al margen y sólo quieren tener mercados cautivos al servicio de sus intereses mientras bombardean las sabidas proclamas de “la liberalización de los mercados”, “la ineficacia de las administraciones” y otros muchos torpedos dirigidos a la línea de flotación de cualquier sistema cuyo objetivo sea el reparto de la riqueza y la protección de las clases medias, verdadero motor de la prosperidad general.
¿Qué se hace hoy por proteger a la clase media? Nada, absolutamente nada. Si un mercado local se agota y sus ciudadanos no pueden acceder a los bienes de consumo, se abandona, se cambia el foco de actividad y se atiende, exclusivamente, a ese mercado emergente de nuevos clientes conformado por países que, hasta ahora, estaban fuera del sistema de libre mercado. ¿Para qué cuidar a los europeos? Para nada, que ellos ya nos salvaron del desastre y solucionado este problema que amenazaba nuestra rentabilidad, los podemos dejar al margen con la seguridad de que el día a día del negocio será suficiente para seguir regando nuestros jardines.
Esto es tan obvio que hasta Angela Merkel se ha dado cuenta de la deriva y asegura: “Lamento que a menudo sean precisamente los que no tuvieron que ver con esos errores [que generaron la crisis económica], los jóvenes y los más desfavorecidos, quienes hoy más padecen las consecuencias. Con frecuencia, las personas con capital ya hace tiempo que han salido del país o cuentan con otras posibilidades para protegerse. Los ricos en los países más afectados por la crisis podrían ser muy útiles si se comprometieran más. Es muy lamentable que parte de las élites asuman tan poca responsabilidad por la deplorable situación actual”
¿Y qué se puede hacer? ¿Qué manual de instrucciones podemos aplicar hoy? Pues me parece que debemos hacer mucho y que lo más importante es generar un manual del que, hoy, desconocemos todo. Los modelos y sistemas políticos heredados de la antigua separación izquierda-derecha, capitalismo vs socialismo, no sirven actualmente, pues la sociedad ha cambiado hasta el punto de que los referentes sociales y territoriales han dejado de ser válidos y sólo el poder del dinero y las corporaciones es capaz de ejercer sus prerrogativas y medrar sin tasa, sin control alguno que limite su ambición.
Si hace unos días decía que la izquierda no tiene quien le escriba, hoy puedo asegurar que es la sociedad, en su conjunto, la que carece de escritores que planifiquen su futuro y corrijan la deriva actual hacia objetivos sensatos, justos y solidarios. Hoy, los más grandes, evaden sus responsabilidades y no pagan impuestos, dejando a las clases medias y pequeños empresarios en una situación desigual que les condena a soportar una carga fiscal desmedida y que debe paliar la falta de aportación de esas grandes fortunas, perfectamente blindadas contra las administraciones fiscales de unos estados que no pueden parar la sangría; pero nadie habla en favor de estos dos agentes sociales. Y lo curioso es que sus intereses, siendo comunes, se entienden contrapuestos. El enemigo del pequeño empresario ya no es su trabajador, que cuenta con más o menos protección social, no: su enemigo es la gran corporación que evade sus impuestos y las grandes fortunas que tampoco lo hacen. Por parte del asalariado, la cosa no es mejor: vigilado y sometido, paga sus impuestos sin tener opción de minimizar sus aportaciones usando las ventajas que tienen los más poderosos, de manera que su capacidad de gasto y de ahorro se ha visto mermada hasta no poder acceder a lo que antes se consideraba normal y que, ya nos dijeron, significaba “vivir por encima de nuestras posibilidades”.
No, hoy la cosa se ha confundido y el enemigo común no se identifica adecuadamente convirtiendo a la general insatisfacción en un abonado campo de cultivo para el crecimiento de nuevos populismos que ofrecen los consabidos - y eficaces - banderines de enganche. Europa va deslizándose, poco a poco y conducida por los efectos de una crisis mal gestionada que ha acabado generando una desmedida injusticia social, al abismo del populismo que nos condena a vivir la tercera D que nos profetizaban los clásicos griegos: Dictadura, Democracia y, la tercera, Demagogia, esa que hoy conocemos con el nuevo nombre de populismo, generador de grandes titulares que proponen aquello que nadie es capaz de cumplir.
Alguien, muchos, debemos demandar que esto termine, que se pongan en marcha los sistemas y medidas que aseguren un futuro social digno para nuestros hijos y nietos, pues el rumbo emprendido nos lleva al desastre. No sé de qué lado del pensamiento político vendrá la generación de ese nuevo libro de ruta pues ninguno de los dos parece en condiciones de domar este caballo apocalíptico que galopa desbocado hacia el triunfo y consolidación de la peor versión del ser humano ególatra, mezquino, cruel y absolutamente despótico con el más débil. Europa es, hoy, un mercado cautivo que amenaza agotarse y convertir a sus ciudadanos en nuevos súbditos de un soberano tiránico: las corporaciones supranacionales con más dinero, más medios y más coherencia en su egoísmo que los propios estados que deben proteger a sus ciudadanos. Y eso pasa, curiosamente, cuando hay riqueza y recursos suficientes para que todos -y digo todos con alcance global - alcancemos un nivel de bienestar común muy satisfactorio y ajeno a las inherentes crisis de un modelo condenado a la perpetuación de crisis periódicas basadas en la necesidad de crecer constantemente. Ni el planeta lo soporta ni el mínimo planteamiento ético de cada individuo debe permitirlo, pero estamos solos, nos han abandonado y no contamos en sus planes, así de sencillo.


Mal pronóstico, la verdad. No hay referentes éticos ni morales; no hay manual de instrucciones y cada cual, a su manera, se defiende como puede dando la espalda al colectivo. Han conseguido tomar todas y cada una de las posiciones defensivas y desarticular la defensa del bien común. Los últimos tratados comerciales de la Unión Europea con Canadá y Estados Unidos se han construido en silencio y con el único objetivo de entregar a 500 millones de consumidores indefensos a los intereses de grandes corporaciones comerciales que no quieren ni trabas, ni reglamentos ni garantías para los consumidores. Esa, y no otra, es la clave de los tiempos, pero mientras tanto, todos seguimos pagando impuestos y sosteniendo un sistema que nos ha vuelto la espalda para adorar a ese nuevo poder que, despótico y autista, canibaliza estados enteros para convertirlos en beneficios de la cuenta de resultados. Mala cosa, la verdad.