Decía Tarradellas que en política se puede hacer todo,
excepto el ridículo y con el paso de los años, habría que añadir algo más que en
los últimos meses ha inundado nuestras vidas: tampoco se puede ser pesado.
España se ha visto sometida a un estrés imposible, nos han bombardeado diariamente
con todo tipo de noticias y estamos hartos, no me cabe duda alguna. Por encima
de cualquier otra cosa, España ha llegado al hartazgo, no nos cabe ni un
segundo más del famoso” procés”.
Como las oleadas de testigos de Jehová, a los hogares españoles
han llegado las mareas, constantes y crecientes, de noticias y de sesudos
comentarios siempre cambiantes y siempre equivocados, pero con una frecuencia y
una intensidad imposibles de soportar.
Los independentistas, refugiados en una dialéctica
seminarista y dulzona, se presentan como víctimas propiciatorias y corderos
sacrificiales de una ceremonia que ellos mismos han organizado, planificado y
orquestados. Han protagonizado los peores momentos de nuestro sistema
parlamentario, han arrumbado leyes y principios morales, pero siempre y en toda
circunstancia, se han investido con el sacro santo uniforme de las víctimas y
perseguidos. Y han conseguido que el resto de los ciudadanos tengamos ganas de
mandarlos al carajo y darles con la puerta en las narices.
Han quemado las naves, se han colocado en el espacio del
cuñado patoso que impera en el peor estereotipo de las cenas de Navidad: ya
nadie atiende sus discursos engolados y dulcificados bajo la pátina de un
lenguaje siempre confuso y ambivalente; pretenden una cosa y la contraria,
agreden mientras dicen que son agredidos, lo llevan todo hasta el absurdo y
presentan el resultado como la consecuencia de acciones ajenas que sólo ellos
protagonizan.
Hoy, en la descendente marea de la furia, han conseguido que
Cataluña sea un territorio social arrasado que debería iniciar un periodo
electoral normal y corriente orientado a la búsqueda del bien común, pero ellos
se encargarán de contaminarlo todo con ese discurso empalagoso e incomestible que
lo dejará todo pringado del rancio olor de antiguas sacristías e inciensos
eclesiásticos en un mejunje incomprensible.
Oriol Junqueras, en prisión, “ora et labora” meditando sobre
la bondad y bonhomía de sus incomprendidos actos de buena voluntad. Alquimista
en busca de la piedra filosofal que aúne izquierda proletaria y doctrina
cristiana bendecida por las piedras de Monserrat, se ve hoy perdido en las
imposibles volutas de los pelícanos destilatorios de esencias sacramentales en
el oficio de tinieblas y confusiones orquestado en sus sueños onanistas.
Puigdemont se ha visto compuesto y sin novia perdido en su
libertad impuesta por el autoexilio con visos de eternidad mientras ofrece
negociar la forma de una violación impuesta por sus propios deseos de gloria y
eternidad histórica. ¿En qué se ha convertido este fantasma sin cargo o función
reconocida? En una especie de holandés errante en busca de la mejor forma de
molestar y distorsionar la realidad con ululantes sonidos lejanos.
Mientras tanto, en Cataluña la realidad se ha ralentizado y
nadie sabe muy bien a qué atenerse: empresas huidas que debilitan las arcas
públicas; sectores enteros que, como el turismo, ven sus ingresos mermados sin
saber muy bien cuando acabará la larga noche de este procés eternizado.
Mientras España se pelea por crecer y por intentar paliar
los daños de una crisis que nos ha dejado poco menos que en pelotas, a Cataluña
le han echado el freno y como no cambie la cosa, el futuro no pinta nada bien,
pero eso, a los preclaros intelectos del procés, no les importa: todo sea por
la causa, la sacrosanta causa de la huida hacia ninguna arte; a despeñarse en
el abismo de la mentira que niega la realidad y a la aceptación del desastre si
ese desastre nos afecta a todos y consiguen sembrar un desastre generalizado
del que poder obtener beneficios.
Estamos hartos, lo han conseguido, han logrado que les demos
con la puerta en las narices y que su salmodia cansina y repetida, no sea
escuchada y cupe el único lugar que le pertenece por derecho: el lugar del
engaño y la mentira. Simplemente, sí: conocemos el procés y no lo queremos ni
ver.