Los que ya somos mayores y pasamos por las aulas del
nacional sindicalismo bajo la sólida férula de la iglesia católica, hemos
transitado espacios que no podíamos soñar a los 15 años. Fuimos educados para
entender el sexo como un mundo digital inamovible y estricto; un mundo en el
que la anatomía era destino y todo venía determinado por la adscripción a un
determinado sexo. No había grises, no había matices y todo estaba bien
planificado y delimitado: los chicos hacen esto y las chicas esto otro: unos
atacaban, las otras resistían las acometidas de unos machos encendidos llamados
a culminar las glorias de los ilustres creadores del mito del macho español,
perpetuamente listo para dejar la indeleble huella de su falo en toda vagina
que se pusiera a tiro. Ellas, objeto de deseo concupiscente, debían resistir
esos ataques y preservar el preciado tesoro de la virginidad concediendo, una
vez más, que la anatomía determinaba su destino: la falta de ese pequeño
adminículo anatómico sería causa de marginación y desgracia.
Tuve, seguro, compañeros de equipo y conocidos homosexuales
-la estadística así me lo sugiere – que jamás se manifestaron como tales en
previsión de las seguras consecuencias sociales que tendría tal reconocimiento.
Imagino que, también, he conocido chicas -muchas de ellas tan casadas como los
anteriores ellos – que beberían los vientos por sus amigas del alma, pero sin
decirlo jamás. Parece que eso ha cambiado, pero me temo que sólo “parece” sin
que las corrientes de fondo hayan variado tanto como las noticias de la prensa
y la presencia de personajes públicos pertenecientes al colectivo homosexual
hacen suponer.
Con el paso del tiempo, algunos de mi generación - aquellos
que se han parado a pensar tranquilamente en el asunto – nos hemos dado cuenta
de que la cosa no es tan sencilla y, lo que es mucho más importante, hemos
dejado que la empatía se haga presente entre nosotros a la hora de
interiorizar la situación de aquellos que, siendo distintos, han tenido que
realizar el viaje interior que les obliga a reconocerse como tales. Imagino la
lucha interior de aquellos que, en los
lejanos 60 y 70, vivieron esa lucha entre lo que la sociedad les exigía y su
cuerpo les demandaba y hoy, muchos años después, me doy cuenta de su tragedia,
de su insatisfacción y de la valentía que debieron tener para ponerse en mundo
por montera y asumir, de forma más o menos armónica, su realidad y vivirla
hasta sus últimas consecuencias con independencia de las automáticas etiquetas sociales
que les cayeron encima: “bolleras” y “maricones” mucho más valientes que aquellos
que generaron el desprecio con el que se les trató.
¿Causas? Muchas, por supuesto, pero la más determinante
podríamos encontrarla en ese imperante nacional catolicismo que todo lo
impregnaba y que no podía reconocer que la naturaleza también “se equivoca” y
pone en circulación cuerpos cambiados, que el matiz y los terrenos intermedios
existen y que, como en casi todo, tampoco el sexo es algo tan claro y tan
determinado como ellos quieren y necesitan. Hoy el sexo es un continuo que se
desplaza suavemente de un extremo a otro creando muchos lugares que hace años
no podíamos imaginar. Ni siquiera el galimatías de significado de las siglas de
colectivos LGTB es capaz de clasificar lo que, hoy, no tiene posibilidad alguna
de ser clasificado más allá de ese nuevo término que, a mi juicio, es el más
adecuado: pansexualidad.
Una sexualidad que todo lo engloba y que, además, permite
tránsitos y desplazamientos a lo largo del tiempo sin que ello deba suponer trauma
alguno, ni para la sociedad que lo alberga ni para el individuo que lo
experimenta. Es un término que me gusta por lo que implica y por lo que supone
de flexibilidad y adaptabilidad a las
pulsiones internas derivadas de la distinta sensibilidad que desarrollamos los
humanos a lo largo del tiempo; me gusta por lo que supone con respecto a la
posibilidad de aprendizaje y evolución del ser humano sin tener que aceptar
barreras y territorios fijos inmutables previamente determinados y me gusta, fundamentalmente,
por lo que exige al entorno social como respeto a la libertad individual, meta
sacrosanta de una evolución ética que, espero, siga creciendo y eliminando
dogmas que se han demostrado falsos y, lo que es peor, absurdos.
No creo que, a mis años, emprenda viajes al respecto y me
considero satisfecho con mis propias inclinaciones, pero me gustaría que nadie,
nunca más, tuviera que enfrentarse a la tragedia de tener que luchar contra
estereotipos y juicios sobre sus propias opciones personales. Me gustaría que
cada cual pudiera aceptar sus inclinaciones sabiéndose parte de un pequeño, o
gran, porcentaje de una normalidad en la que cabemos todos sin traumas ni
problemas de reconocimiento.
Es verdad que se ha ganado terreno, pero no es menos cierto
que la reacción sigue tensando la goma para retroceder a mucha más velocidad de
lo que se ha avanzado y ahí están los países que siguen estigmatizando y persiguiendo
al “diferente” con ganas de laminarlos, legal o físicamente, que el Islam sigue
apretando fuerte en muchos sitios y Putin no descansa en su lucha contra el
colectivo.
La evolución es lenta, pero si esta nota tiene un mensaje es
el de apoyo hacia esos jóvenes que ahora mismo andan perdidos en una maraña de
tensiones que les hacen sentirse culpables de algo que no tiene culpa; de
aquellos que no pueden sentirse iguales a su colectivo de referencia y temen
manifestar su postura personal; me gustaría que desparecieran las condenas y
que la sexualidad de cada cual sólo tuviera una regla básica: el respeto a las
opciones libremente ejercidas, sin coacciones,
sin obligaciones, sin abusos, sin torturas interiores o exteriores; sin violencia
ni coacción. La sociedad debería entender que no podemos condenar a aquellos
que sienten distinto, que eso no es una falta y que, en el caso de que la
naturaleza se haya columpiado, hay posibilidades de arreglo, que la anatomía no
es ya una condena eterna que sujeta al individuo en un cuerpo “equivocado”
hasta convertirlo en una cárcel perpetua de la que no se puede evadir.
Me gustaría que ese viaje colectivo fuera corto y agradable
para aquellos que, hoy, empiezan su propio camino personal, pero me temo que
todavía queda mucho por hacer y que la guerra será larga pues muchos, todavía,
consideran que hay una guerra en la que están en juego muchas cosas y entre
ellas, la de su propia inseguridad frente a lo que consideran amenaza y no es
más que aceptar la libertad de los demás. ¿De qué tienen miedo? Probablemente,
de ellos mismos.