Este virus, además de matar -y mucho – pone nuestras
vergüenzas al aire de una forma inclemente: no hay forma de tapar lo que nos
muestra, por mucho que hubiera estado bien oculto y silenciado con una actitud
cuasi mafiosa y generalizada. Este virus nos pone frente a las consecuencias de
los modelos de sociedad que hemos querido y hemos votado; nos pone frente a nuestra
desidia, nuestra falta de moral, de nervio y de humanidad, aunque queramos
envolverlo todo con los espesos y tupidos velos de las faltas ajenas.
Aunque hay muchas consecuencias encima de la mesa que son
fruto de pasadas decisiones y de la aplicación de los modelos bendecidos por
tantos, hoy quiero detenerme en el desgarro que supone afrontar la naturaleza de
una sociedad que desvela su patológica realidad y su desprecio por los ancianos.
Hoy se elevan gritos indignados que reclaman responsabilidades -sin duda habrá
que pedirlas – y que, en el ruido de sus gritos, pretenden envolver y escamotear el
absoluto e irresponsable abandono de padres y madres en “aparcaderos”
miserables cuyo fin último y objetivo prioritario es el silencio y el olvido.
Nuestros ancianos molestan y la solución aplicada -me
recuerda demasiado a la solución final hitleriana – es enviarlos al olvido y al
silencio de instituciones cuya realidad parece saltarnos hoy a la cara desde la
ignorancia absoluta. ¿Es que estos ancianos descuidados, abandonados, ignorados
y desatendidos no tenían hijos que se dieran cuenta de la realidad? ¿Es que
sólo, ante la muerte que les recuerda su culpa y su abandono, son capaces de
hablar, denunciar, reclamar y actuar? ¿Es que nunca vieron la decadencia de sus
padres y de sus madres en esos antros de olvido? ¿Sólo ahora? ¿Nunca antes?
Este clamor pasará y sólo los diarios y la prensa nos recordarán que se han ido cerrando las investigaciones sobre esos miles de muertos
silenciados desde hace años; nadie irá hasta el final desvelando el sórdido
negocio de inversionistas, fondos y grandes corporaciones rentabilizando este abandono. Nadie pedirá sangre por el regalo de este negocio indigno a quien tomó la decisión de permitir que la tristeza de nuestros padres se convirtiera en dinero.
Se han muerto ahora, en estos días, pero antes les llegó el
olvido y el desprecio de aquellos que debían haberse dejado el pellejo en el
empeño de cuidarlos. La muerte de estos ancianos nos salpica a todos pues pone
de manifiesto la deriva de una sociedad que no sabe que hacer consigo misma: ni
sus ancianos forman parte del ahora, ni una gran parte de sus adolescentes
formarán parte de un mañana armónico. Todas, y digo todas sin temor a equivocarme, las sociedades han venerado y respetado a sus ancianos; les han dado preeminencia y posición
relevante en el proceso de la toma de decisiones; les hemos encomendado,
algunas veces, la dirección de los asuntos públicos y hemos formado, con ellos,
sabias instituciones cuya gloria perdura ahora y lo hará, por siempre, en un
lugar de honor de los libros, pero hoy sólo son obstáculos en nuestra vida que
hay que abandonar allí donde no molesten. Da igual un asilo que un
guardamuebles: deben desaparecer de nuestras vidas.
Y lo hemos consentido todos: que nadie reivindique inocencia
en una culpa colectiva. Así nos va.