A estas alturas de la historia es fácil posicionarse frente
o al lado del modelo que conforma la monarquía constitucional moderna: ambas posiciones
pueden defenderse con coherencia, sensatez, lógica y acumulando pruebas documentales
que demuestran perversiones o ventajas. En España ese debate se vuelve más
complejo por varias razones:
La primera es que la monarquía española nace condicionada en
su propio origen como fruto de la decisión de un dictador refrendada por un
primer referéndum, cautivo y desarmado, celebrado en 1947 y por una segunda votación
en el 78 que bendecía la constitución, esa que pudimos darnos navegando
procelosos mares golpistas y tentaciones involucionistas. La consagración del
modelo en libertad, junto con la actualización de puntos en la carta magna que
nacieron ya anticuados en aquel momento, es una acción pendiente que, siendo
sinceros, no se ha abordado por el inmenso terror que nos provoca a todos la
certeza de que no vamos a poder ponernos de acuerdo ni tenemos políticos capaces
de navegar esa segunda versión de aquello que tantos y tan buenos servicios nos
ha dado. Primer dato importante que nos coloca en el disparadero de la
necesidad de futuras acciones y complicadas decisiones.
La segunda -que durante años pudo obviarse por el excelente
rendimiento del cabeza de cartel- es la patológica tendencia de la dinastía de
los Borbones a cagarla de forma gloriosa mezclando codicia, sexo, corrupción y
una absoluta falta de profesionalidad que ha sido legendaria.Eso sí: con la
honrosa excepción de Carlos III, más rey italiano que español por su
aprendizaje en Nápoles, y de la breve ejecutoria de Alfonso XII, ajeno a la
dinastía por vía paterna, pues su padre fue el entonces amante de turno de
Isabelota II, Capitan D. Enrique Puigmoltó y Mayans. Eso según parece y he
leído en más de una fuente, es lo que consta en una carta manuscrita por la
propia Isabel depositada en El Vaticano. Hay que destacar el hecho de que esa
carta llegara a existir, pues era notoria la imbecilidad de la reina y su incapacidad
para la escritura, lectura o cualquier acercamiento a la cultura distinto al
sexo, la juerga y la codicia. Se da por confirmado que ninguno de sus 11 embarazos
fue responsabilidad de “Paquita” coloquial apodo de del rey consorte Francisco
de Asís y Borbón, al que la reina despellejaba diciendo que “no se podía
esperar gran cosa de un marido que se presenta en la noche de bodas con más
puntillas que la novia”.
Si hay ganas, sugiero bucear también en la tendencia de la
familia hacia los desequilibrios mentales, notorios y conocidos desde Felipe V,
que abdicó por saberse más ido que despierto; Fernando VI que acabó sus días
como un cencerro en el castillo de Villaviciosa de Odón; Carlos IV, también
llamado El Pasmado o El Ensimismado - obsesivo con sus relojes - hasta llegar a
la cima de la incapacidad de Fernando VII, traidor, felón, molesto, vesánico y
entregado a la exhibición de las -según
cuentan – enormes partes pudendas que le obligaban al uso de un almohadón
especial diseñado por los médicos de la corte y que evitaba desgracias en la
parte contraria. Un angelito, vamos.
Tras el breve paréntesis del medio Borbón Alfonso XII, nos
toca en suerte el XIII, que, reforzando la superstición al uso, la vuelve a
cagar de forma gloriosa bendiciendo la dictadura de Primo de Rivera, las
asonadas africanistas de Franco, Millán y compañía y entregándose a todo tipo de
aventuras financieras que le aseguraran su futuro. Su hijo -el válido -el
llamado D. Juan, es otro ejemplo de constancia en el lado oscuro de la fuerza:
borracho, jugador compulsivo en el casino de Estoril donde acudía puntualmente
-según las malas lenguas – a jugar todas las noches con el dinero rapiñado a los
monárquicos añorantes de imposible monarquía. Su pretendida y aireada ruina
económica quedó desmentida cuando se supo la cuantía de la herencia dejada a su
hijo y que rondó los 400 millones de pesetas. Una minucia para las desmedidas
ansias de pasta de la familia, como luego se ha podido comprobar. Por cierto:
se eludió pagar el impuesto de sucesiones de Madrid en favor de la legislación
de Navarra, mucho más indulgente. La diferencia, unos 100 milloncejos.
Y como hay que aterrizar en el asunto, llegamos a D. Juan
Carlos, personaje del momento y del que la historia escribirá largo, tendido y
controvertido, seguro. Juan Carlos I, monarca que, como Juno, dios romano que
guardaba las puertas, tiene dos caras: con una mira a la historia pasada y con
la otra contempla el derrumbe de su legado bajo el peso de la ignominia. (RAE: Deshonor, descrédito de quien ha
perdido el respeto de los demás a causa de una acción indigna o vergonzosa)
A pesar de los iniciales rumores
sobre su verdadera naturaleza, este Rey ha contado con el apoyo de muchos -yo incluido
-que jamás se han considerado monárquicos y que valoramos las aportaciones realizadas
durante la transición. Este ejército de republicanos “juancarlistas” aguantamos
el chaparrón con velas arrizadas, mantuvimos un expectante silencio y, al
final, nos tuvimos que rendir ante el peso de la evidencia: la querencia de su
dinastía se ha impuesto y el balance final se viste de pública condena y casi
unánime rechazo a su figura, a su comportamiento y a lo inmoral de su abyecta y enloquecida trayectoria: nadie ha podido hacer más daño a la monarquía en España que su
primera cabeza.
La justicia hará lo que pueda y
tenga que hacer, los partidos se posicionarán y el tiempo pasará dejando a Juan
Carlos I en un espacio lleno de negras sombras y dominado por la tragedia de la
oportunidad perdida; la controversia lo dominará todo, pero sólo habrá dos
opciones: el rechazo completo en un lado y el leve matiz de aprobación por sus primeros tiempos al frente
de la transición de otro.
Como no soy juez ni me debo a la
mesura, la ecuanimidad pública o a las pruebas judiciales, quiero dejar constancia
de mi desprecio por la figura de aquél que, como otros, pudo optar por ser
ejemplar y socialmente útil y abrazó la codicia, la inmoralidad, la vesania de
creerse intocable y por encima de los deberes de todo ciudadano normal y se entregó a la consagración de lo peor del ser humano.
Aquellos que deben su posición al esfuerzo y sacrificio de muchos y que desde
la posición que ostentan pueden hacer mucho bien y eligen el mal, deben ser
juzgados -según mi propio código moral – con mucho más rigor que otros que,
simplemente, por sus propios medios tomaron la misma opción.
A Juan Carlos no se le destruido
desde fuera, no: ha sido él mismo el que ha destruido su recuerdo y ha colocado
a su propio hijo a los pies de los caballos. Personalmente, ya me es igual que
la justicia sentencie o no o que sentencie en uno u otro sentido: mi balance ya
está hecho y aunque reconozca el valor del impulso inicial, su legado es
nefasto. Ha fomentado y acrecentado el daño de la peor lacra de nuestra nación:
la corrupción y, además, lo ha hecho desde una posición privilegiada, respetada
y constitucionalmente intocable.
Ahora cabe preguntarse, mientras el
exilio se va conformando como una opción muy posible, la razón
por la que tanto él como sus hijas se han colocado por encima de todo y al
margen de la sociedad que los protegía y amparaba. ¿DE verdad pensaban que nada les alcanzaría? Queda su hijo Felipe, al que
ha dejado un legado envenenado y al que, poco a poco, se le va complicando la
vida. Ya ha salido el pago de su viaje de bodas a cargo de un amigo de su padre
que tuvo a bien “invertir” casi un cuarto de millón de euros en seguir teniendo
buenas relaciones con la Zarzuela. A lo mejor es que yo soy raro, pero ¿de
verdad un regalo así se puede considerar “normal”? ¿Y tampoco hay que
declararlo a Hacienda? En fin…sí, es cierto que una monarquía moderna y muy controlada
por el ejecutivo y el parlamento puede funcionar, pero no es menos cierto que
esa monarquía, además de ser ejemplar y súper rentable, debe superar el rechazo de su
origen y al mecanismo hereditario que diferencia a un ciudadano de otro por su nacimiento, algo superado hace siglos.
Felipe VI está, ahora mismo, en una
posición complicada y muy lejos de cualquier conexión racional o emocional con
las generaciones por debajo de los 40 años. Con un padre entregado al acoso y derribo
de la institución, con una sociedad enfadada, decepcionada y muy presionada por
la actual y por la pasada crisis, la monarquía española, desde mi punto de
vista, debería forzar un refrendo popular que le permita respirar tranquila.
Hoy es muy posible que, todavía, ganara la opción continuista: mañana, con toda
seguridad, será rechazada y sólo quedaría, una vez más, el camino del exilio.
En cuanto al último juicio personal
sobre Juan Carlos I, me acojo a la fórmula romana: nefas est.