viernes, 10 de julio de 2020

Daño

Juan Carlos I y las amistades peligrosas

A estas alturas de la historia es fácil posicionarse frente o al lado del modelo que conforma la monarquía constitucional moderna: ambas posiciones pueden defenderse con coherencia, sensatez, lógica y acumulando pruebas documentales que demuestran perversiones o ventajas. En España ese debate se vuelve más complejo por varias razones:
La primera es que la monarquía española nace condicionada en su propio origen como fruto de la decisión de un dictador refrendada por un primer referéndum, cautivo y desarmado, celebrado en 1947 y por una segunda votación en el 78 que bendecía la constitución, esa que pudimos darnos navegando procelosos mares golpistas y tentaciones involucionistas. La consagración del modelo en libertad, junto con la actualización de puntos en la carta magna que nacieron ya anticuados en aquel momento, es una acción pendiente que, siendo sinceros, no se ha abordado por el inmenso terror que nos provoca a todos la certeza de que no vamos a poder ponernos de acuerdo ni tenemos políticos capaces de navegar esa segunda versión de aquello que tantos y tan buenos servicios nos ha dado. Primer dato importante que nos coloca en el disparadero de la necesidad de futuras acciones y complicadas decisiones.
La segunda -que durante años pudo obviarse por el excelente rendimiento del cabeza de cartel- es la patológica tendencia de la dinastía de los Borbones a cagarla de forma gloriosa mezclando codicia, sexo, corrupción y una absoluta falta de profesionalidad que ha sido legendaria.Eso sí: con la honrosa excepción de Carlos III, más rey italiano que español por su aprendizaje en Nápoles, y de la breve ejecutoria de Alfonso XII, ajeno a la dinastía por vía paterna, pues su padre fue el entonces amante de turno de Isabelota II, Capitan D. Enrique Puigmoltó y Mayans. Eso según parece y he leído en más de una fuente, es lo que consta en una carta manuscrita por la propia Isabel depositada en El Vaticano. Hay que destacar el hecho de que esa carta llegara a existir, pues era notoria la imbecilidad de la reina y su incapacidad para la escritura, lectura o cualquier acercamiento a la cultura distinto al sexo, la juerga y la codicia. Se da por confirmado que ninguno de sus 11 embarazos fue responsabilidad de “Paquita” coloquial apodo de del rey consorte Francisco de Asís y Borbón, al que la reina despellejaba diciendo que “no se podía esperar gran cosa de un marido que se presenta en la noche de bodas con más puntillas que la novia”.
Si hay ganas, sugiero bucear también en la tendencia de la familia hacia los desequilibrios mentales, notorios y conocidos desde Felipe V, que abdicó por saberse más ido que despierto; Fernando VI que acabó sus días como un cencerro en el castillo de Villaviciosa de Odón; Carlos IV, también llamado El Pasmado o El Ensimismado - obsesivo con sus relojes - hasta llegar a la cima de la incapacidad de Fernando VII, traidor, felón, molesto, vesánico y entregado a la exhibición de las  -según cuentan – enormes partes pudendas que le obligaban al uso de un almohadón especial diseñado por los médicos de la corte y que evitaba desgracias en la parte contraria. Un angelito, vamos.
Tras el breve paréntesis del medio Borbón Alfonso XII, nos toca en suerte el XIII, que, reforzando la superstición al uso, la vuelve a cagar de forma gloriosa bendiciendo la dictadura de Primo de Rivera, las asonadas africanistas de Franco, Millán y compañía y entregándose a todo tipo de aventuras financieras que le aseguraran su futuro. Su hijo -el válido -el llamado D. Juan, es otro ejemplo de constancia en el lado oscuro de la fuerza: borracho, jugador compulsivo en el casino de Estoril donde acudía puntualmente -según las malas lenguas – a jugar todas las noches con el dinero rapiñado a los monárquicos añorantes de imposible monarquía. Su pretendida y aireada ruina económica quedó desmentida cuando se supo la cuantía de la herencia dejada a su hijo y que rondó los 400 millones de pesetas. Una minucia para las desmedidas ansias de pasta de la familia, como luego se ha podido comprobar. Por cierto: se eludió pagar el impuesto de sucesiones de Madrid en favor de la legislación de Navarra, mucho más indulgente. La diferencia, unos 100 milloncejos.
Y como hay que aterrizar en el asunto, llegamos a D. Juan Carlos, personaje del momento y del que la historia escribirá largo, tendido y controvertido, seguro. Juan Carlos I, monarca que, como Juno, dios romano que guardaba las puertas, tiene dos caras: con una mira a la historia pasada y con la otra contempla el derrumbe de su legado bajo el peso de la ignominia. (RAE:  Deshonor, descrédito de quien ha perdido el respeto de los demás a causa de una acción indigna o vergonzosa)
A pesar de los iniciales rumores sobre su verdadera naturaleza, este Rey ha contado con el apoyo de muchos -yo incluido -que jamás se han considerado monárquicos y que valoramos las aportaciones realizadas durante la transición. Este ejército de republicanos “juancarlistas” aguantamos el chaparrón con velas arrizadas, mantuvimos un expectante silencio y, al final, nos tuvimos que rendir ante el peso de la evidencia: la querencia de su dinastía se ha impuesto y el balance final se viste de pública condena y casi unánime rechazo a su figura, a su comportamiento y a lo inmoral de su abyecta y enloquecida trayectoria: nadie ha podido hacer más daño a la monarquía en España que su primera cabeza.
La justicia hará lo que pueda y tenga que hacer, los partidos se posicionarán y el tiempo pasará dejando a Juan Carlos I en un espacio lleno de negras sombras y dominado por la tragedia de la oportunidad perdida; la controversia lo dominará todo, pero sólo habrá dos opciones: el rechazo completo en un lado y el leve matiz de aprobación por sus primeros tiempos al frente de la transición de otro.
Como no soy juez ni me debo a la mesura, la ecuanimidad pública o a las pruebas judiciales, quiero dejar constancia de mi desprecio por la figura de aquél que, como otros, pudo optar por ser ejemplar y socialmente útil y abrazó la codicia, la inmoralidad, la vesania de creerse intocable y por encima de los deberes de todo ciudadano normal y se entregó a la consagración de lo peor del ser humano. Aquellos que deben su posición al esfuerzo y sacrificio de muchos y que desde la posición que ostentan pueden hacer mucho bien y eligen el mal, deben ser juzgados -según mi propio código moral – con mucho más rigor que otros que, simplemente, por sus propios medios tomaron la misma opción.
A Juan Carlos no se le destruido desde fuera, no: ha sido él mismo el que ha destruido su recuerdo y ha colocado a su propio hijo a los pies de los caballos. Personalmente, ya me es igual que la justicia sentencie o no o que sentencie en uno u otro sentido: mi balance ya está hecho y aunque reconozca el valor del impulso inicial, su legado es nefasto. Ha fomentado y acrecentado el daño de la peor lacra de nuestra nación: la corrupción y, además, lo ha hecho desde una posición privilegiada, respetada y constitucionalmente intocable.
Ahora cabe preguntarse, mientras el exilio se va conformando como una opción muy posible, la razón por la que tanto él como sus hijas se han colocado por encima de todo y al margen de la sociedad que los protegía y amparaba. ¿DE verdad pensaban que nada les alcanzaría? Queda su hijo Felipe, al que ha dejado un legado envenenado y al que, poco a poco, se le va complicando la vida. Ya ha salido el pago de su viaje de bodas a cargo de un amigo de su padre que tuvo a bien “invertir” casi un cuarto de millón de euros en seguir teniendo buenas relaciones con la Zarzuela. A lo mejor es que yo soy raro, pero ¿de verdad un regalo así se puede considerar “normal”? ¿Y tampoco hay que declararlo a Hacienda? En fin…sí, es cierto que una monarquía moderna y muy controlada por el ejecutivo y el parlamento puede funcionar, pero no es menos cierto que esa monarquía, además de ser ejemplar y súper rentable, debe superar el rechazo de su origen y al mecanismo hereditario que diferencia a un ciudadano de otro por su nacimiento, algo superado hace siglos.
Felipe VI está, ahora mismo, en una posición complicada y muy lejos de cualquier conexión racional o emocional con las generaciones por debajo de los 40 años. Con un padre entregado al acoso y derribo de la institución, con una sociedad enfadada, decepcionada y muy presionada por la actual y por la pasada crisis, la monarquía española, desde mi punto de vista, debería forzar un refrendo popular que le permita respirar tranquila. Hoy es muy posible que, todavía, ganara la opción continuista: mañana, con toda seguridad, será rechazada y sólo quedaría, una vez más, el camino del exilio.
En cuanto al último juicio personal sobre Juan Carlos I, me acojo a la fórmula romana: nefas est.