Del mayor infanzón de aquella pura
república de grandes hombres, era
una vaca sustento y armadura.
No había venido al gusto lisonjera
la pimienta arrugada, ni del clavo
la adulación fragrante forastera.
Carnero y vaca fue principio y cabo,
y con rojos pimientos y ajos duros,
tan bien como el señor comió el esclavo (1)
Parece que Quevedo, eterno y constante en sus
amonestaciones, siempre certeras y ajustadas a la realidad de una España a la
que intentaba despertar de su degenerada molicie, nos avisaba de la necesidad
de contener el derroche y el lujo; el gasto sin sentido y la exhibición vacía
de aquello que nada a la vida del normal humano le aportaba. Hoy, cuando lo
excesos, la codicia y el derroche han convertido el planeta en un putrefacto
muladar, volvemos la vista atrás buscando, como nuevas, las costumbres que
vieron crecer a muchos de nosotros.
Preguntar a los mayores si recuerdan el camino a las
tiendas, bodegas y ultramarinos cargados de botellas vacías - ¿has traído el “casco”?
– que eran convenientemente reemplazadas por otras llenas; botellas que eran
usadas para llenarlas de vino, aceite o lo que hiciera falta. La ropa se
arreglaba, se volteaba, se teñía y se reinventaba las veces que hiciera falta
mientras que los zapatos aspiraban a la eternidad entregados a los cuidados del
remendón de la zona.
Las cosas buenas eran las que duraban “una vida”; las que
heredaban los hermanos que vivieron infancias y adolescencias dominados por el
imposible deseo de “estrenar” algo, lo que fuera. Eso era lo normal, pasarse la
vida sin saber lo que era un pantalón, jersey, vestido o ropa nueva de
cualquier clase. La inexistente ropa de deporte era un lujo asiático suplantado
por los pijamas viejos que todos lucimos con orgullo en los “capos de fuera”
del Ramiro y lo curioso es que no pasaba nada, nadie acumulaba frustraciones o
rencores hacia el mundo en general o sus padres en particular: la vida era eso
y a nadie parecía importarle demasiado.
Hoy nos pide la sensatez que volvamos a esa economía que no
derrochaba, que miraba el detalle y que usaba papel para hacer bolsas en las
que poner las legumbres, que conformaba las pastillas de mantequilla a palazo
limpio o que sometía a los salados bacalaos a la precisión del corte en la
guillotina de mano hasta el máximo aprovechamiento de las últimas raspas. Nos
piden que volvamos a un mundo imposible y pongo un ejemplo: La última vez que
me acerqué aun zapatero a preguntar por el arreglo de una suela, el presupuesto
era de más de dos veces el coste de los zapatos nuevos. Absurdo.
Nos han sometido a la obsolescencia programada de todo sin
que la cárcel aloje a esos cabrones que nos engañan con la tinta de las
impresoras, con las impresoras mismas, con la duración de los equipos
informáticos y con….todo, no le demos vueltas: somos presos de una indefensión
absoluta ante la voracidad de los modernos delincuentes impunes.
Ahora nos impulsan a aceptar las bondades de la llamada
economía circular, la sensata, la de oda la vida, pero que la esperanza no os
inunde los corazones: esa economía no será realidad hasta que los que de verdad
mandan no puedan convertirla en el negocio que nos siga sacando la sangre.
El círculo parece eternizarse.
No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
(1) De Francisco de Quevedo: EPÍSTOLA SATÍRICA Y CENSORIA CONTRA LAS COSTUMBRES PRESENTES DE LOS CASTELLANOS, ESCRITA A DON GASPAR DE GUZMÁN, CONDE DE OLIVARES, EN SU VALIMIENTO