domingo, 30 de octubre de 2016

Sociedad y sexualidad



Los que ya somos mayores y pasamos por las aulas del nacional sindicalismo bajo la sólida férula de la iglesia católica, hemos transitado espacios que no podíamos soñar a los 15 años. Fuimos educados para entender el sexo como un mundo digital inamovible y estricto; un mundo en el que la anatomía era destino y todo venía determinado por la adscripción a un determinado sexo. No había grises, no había matices y todo estaba bien planificado y delimitado: los chicos hacen esto y las chicas esto otro: unos atacaban, las otras resistían las acometidas de unos machos encendidos llamados a culminar las glorias de los ilustres creadores del mito del macho español, perpetuamente listo para dejar la indeleble huella de su falo en toda vagina que se pusiera a tiro. Ellas, objeto de deseo concupiscente, debían resistir esos ataques y preservar el preciado tesoro de la virginidad concediendo, una vez más, que la anatomía determinaba su destino: la falta de ese pequeño adminículo anatómico sería causa de marginación y desgracia.
Tuve, seguro, compañeros de equipo y conocidos homosexuales -la estadística así me lo sugiere – que jamás se manifestaron como tales en previsión de las seguras consecuencias sociales que tendría tal reconocimiento. Imagino que, también, he conocido chicas -muchas de ellas tan casadas como los anteriores ellos – que beberían los vientos por sus amigas del alma, pero sin decirlo jamás. Parece que eso ha cambiado, pero me temo que sólo “parece” sin que las corrientes de fondo hayan variado tanto como las noticias de la prensa y la presencia de personajes públicos pertenecientes al colectivo homosexual hacen suponer.
Con el paso del tiempo, algunos de mi generación - aquellos que se han parado a pensar tranquilamente en el asunto – nos hemos dado cuenta de que la cosa no es tan sencilla y, lo que es mucho más importante, hemos dejado que la empatía se haga presente entre nosotros a la hora de interiorizar la situación de aquellos que, siendo distintos, han tenido que realizar el viaje interior que les obliga a reconocerse como tales. Imagino la lucha interior de  aquellos que, en los lejanos 60 y 70, vivieron esa lucha entre lo que la sociedad les exigía y su cuerpo les demandaba y hoy, muchos años después, me doy cuenta de su tragedia, de su insatisfacción y de la valentía que debieron tener para ponerse en mundo por montera y asumir, de forma más o menos armónica, su realidad y vivirla hasta sus últimas consecuencias con independencia de las automáticas etiquetas sociales que les cayeron encima: “bolleras” y “maricones” mucho más valientes que aquellos que generaron el desprecio con el que se les trató.
¿Causas? Muchas, por supuesto, pero la más determinante podríamos encontrarla en ese imperante nacional catolicismo que todo lo impregnaba y que no podía reconocer que la naturaleza también “se equivoca” y pone en circulación cuerpos cambiados, que el matiz y los terrenos intermedios existen y que, como en casi todo, tampoco el sexo es algo tan claro y tan determinado como ellos quieren y necesitan. Hoy el sexo es un continuo que se desplaza suavemente de un extremo a otro creando muchos lugares que hace años no podíamos imaginar. Ni siquiera el galimatías de significado de las siglas de colectivos LGTB es capaz de clasificar lo que, hoy, no tiene posibilidad alguna de ser clasificado más allá de ese nuevo término que, a mi juicio, es el más adecuado: pansexualidad.
Una sexualidad que todo lo engloba y que, además, permite tránsitos y desplazamientos a lo largo del tiempo sin que ello deba suponer trauma alguno, ni para la sociedad que lo alberga ni para el individuo que lo experimenta. Es un término que me gusta por lo que implica y por lo que supone de flexibilidad y adaptabilidad  a las pulsiones internas derivadas de la distinta sensibilidad que desarrollamos los humanos a lo largo del tiempo; me gusta por lo que supone con respecto a la posibilidad de aprendizaje y evolución del ser humano sin tener que aceptar barreras y territorios fijos inmutables previamente determinados y me gusta, fundamentalmente, por lo que exige al entorno social como respeto a la libertad individual, meta sacrosanta de una evolución ética que, espero, siga creciendo y eliminando dogmas que se han demostrado falsos y, lo que es peor, absurdos.
No creo que, a mis años, emprenda viajes al respecto y me considero satisfecho con mis propias inclinaciones, pero me gustaría que nadie, nunca más, tuviera que enfrentarse a la tragedia de tener que luchar contra estereotipos y juicios sobre sus propias opciones personales. Me gustaría que cada cual pudiera aceptar sus inclinaciones sabiéndose parte de un pequeño, o gran, porcentaje de una normalidad en la que cabemos todos sin traumas ni problemas de reconocimiento.
Es verdad que se ha ganado terreno, pero no es menos cierto que la reacción sigue tensando la goma para retroceder a mucha más velocidad de lo que se ha avanzado y ahí están los países que siguen estigmatizando y persiguiendo al “diferente” con ganas de laminarlos, legal o físicamente, que el Islam sigue apretando fuerte en muchos sitios y Putin no descansa en su lucha contra el colectivo.
La evolución es lenta, pero si esta nota tiene un mensaje es el de apoyo hacia esos jóvenes que ahora mismo andan perdidos en una maraña de tensiones que les hacen sentirse culpables de algo que no tiene culpa; de aquellos que no pueden sentirse iguales a su colectivo de referencia y temen manifestar su postura personal; me gustaría que desparecieran las condenas y que la sexualidad de cada cual sólo tuviera una regla básica: el respeto a las opciones  libremente ejercidas, sin coacciones, sin obligaciones, sin abusos, sin torturas interiores o exteriores; sin violencia ni coacción. La sociedad debería entender que no podemos condenar a aquellos que sienten distinto, que eso no es una falta y que, en el caso de que la naturaleza se haya columpiado, hay posibilidades de arreglo, que la anatomía no es ya una condena eterna que sujeta al individuo en un cuerpo “equivocado” hasta convertirlo en una cárcel perpetua de la que no se puede evadir.

Me gustaría que ese viaje colectivo fuera corto y agradable para aquellos que, hoy, empiezan su propio camino personal, pero me temo que todavía queda mucho por hacer y que la guerra será larga pues muchos, todavía, consideran que hay una guerra en la que están en juego muchas cosas y entre ellas, la de su propia inseguridad frente a lo que consideran amenaza y no es más que aceptar la libertad de los demás. ¿De qué tienen miedo? Probablemente, de ellos mismos.

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