martes, 1 de noviembre de 2016

La desigualdad social como objetivo


Escribir, hoy, sobre la desigualdad social es casi una obligación derivada del mínimo sentido de decencia en un mundo que, cada vez, tiende a olvidarse de conceptos como justicia, igualdad de oportunidades, solidaridad y política desarrollada al servicio de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Surgen estudios, estadísticas y artículos relacionados con esta realidad que empieza a ser un problema real para todos y que, con independencia del país que se analiza, permea las fronteras para convertirse en un problema global, algo que los causantes de tal problema conocen y explotan a su favor.
Me temo que la “cosa pública” ha dejado de ser la meta para convertir a los políticos y a los diferentes sistemas en parte de la “cosa nostra” con un “nosotros” cada vez más amplio, plurinacional y ajeno, por completo, al desarrollo del bien común. ¿Qué ha pasado para que los intereses de los menos primen de tal manera sobre los derechos de los muchos? Pues han pasado muchas cosas y casi todas malas para nuestros intereses; los de los simples ciudadanos que vemos arrumbados nuestros avances sociales arrollados por una ola de globalización financiera que se ha llevado muchas cosas por delante y amenaza con destruir todo lo que se oponga a su creciente marea de intereses.
Los gestores de una Europa destruida por la segunda guerra mundial, imaginaron una sociedad equilibrada en la que la riqueza común tendía a repartirse mediante sistemas sociales encaminados a conseguir la prosperidad del colectivo social de las naciones; una sociedad en la que los impuestos se fijaban de forma proporcional a los ingresos y que fijaba sus objetivos en una igualdad de oportunidades que llegara a todos los colectivos. Esta idea, más o menos independiente de las afinidades políticas de cada cual, izquierda o derecha, era compartida por todos llegando, incluso, a sectores que hoy, décadas más tarde, luchan con todas sus fuerzas contra los sistemas fiscales. El reparto de la riqueza se ha considerado, en el último siglo -más o menos – una garantía de paz social, empezando por los más ultraliberales americanos encabezados por Henry Ford, de cuyos delirios filo-hitlerianos hoy sabemos mucho. Fue él el que aspiraba a asegurar su negocio bajo la máxima de “quiero obreros bien pagados que puedan comprar mis coches”. De esta manera, simple, directa y transparente, se aseguraba la generación y estabilidad de una clase media que accediera a los bienes de consumo -el famoso mercado – asegurando la viabilidad de la actividad empresarial. Los impuestos, mal menor, aseguraban, a su vez, unas infraestructuras mínimas necesarias para que todo fluyera de una manera adecuada, sin pretender mucho más.
Europa, más afín y más escarmentada por las muchas tensiones sociales del Siglo XIX, quería ir más allá en términos de seguridad social, derechos laborales y construir el llamado “estado de bienestar” que asegurara los muros contra la amenaza comunista representada por los deseos imperialistas de la Unión Soviética, en permanente dinámica anexionista y expansiva. Fruto de ese enfrentamiento constante, la Europa democrática generó una clase media satisfecha, honrada y solidaria que entendió el desarrollo social como una meta válida y universalmente aceptada. La desaparición del enemigo comunista relajó la tensión y la llegada de la globalización puso la puntilla final al “estado de la cosa”, dejando a las nuevas corrientes neo-liberales, genéticamente insolidarias y egoístas, al mando de las corrientes dominantes en las cúpulas de las corporaciones y de la influencia política. Probablemente, el momento clave que señala el triunfo de esta nueva tendencia, lo podamos encontrar en el periodo de la administración Reagan y la completa liberalización de los mercados financieros de los EEUU que tan graves consecuencias tuvo, años más tarde, y cuyo máximo exponente fue la quiebra de Lehman Brothers y posteriormente, el caos económico que ahora, después de 8 años, seguimos viviendo y que no acaba de solucionarse por completo, pues las noticias que llegan sobre la banca Alemana e Italiana no son especialmente positivas y es posible, muy posible, que las nubes que se ven en el horizonte configuren el tormentazo de mañana. Veremos.
Mientras tanto, los muy ricos y sus corporaciones globalizadas, pretenden estirar la idea en la que se basan los paraísos fiscales para convertirse, ellos mismos y sus intereses, en elementos aislados y ajenos a la política fiscal de los estados y sueñan con un panorama idílico en el que sus intereses de clase primen sobre el colectivo social en el que desarrollan sus negocios. No quieren que haya reparto; aspiran a conservarlo todo y cuestionan la validez de un sistema que rechazan de plano sin aceptar ningún principio de reparto de la riqueza o aportación social reglamentada. Se amparan en un filantropismo que dirige las ayudas allí donde ellos estiman conveniente marginando a las administraciones estatales por inútiles.
Sobre esto se ha escrito mucho y me quedo con un párrafo del libro “La secesión de los ricos” de los catedráticos de sociología de la Universidad de Valencia, Antonio Ariño y Juan Romero:
“El proceso de desanclaje financiero, económico, político, cultural, moral y residencial de las élites en relación con la sociedad en la que se hallan nacionalizadas y tributan” y cuyo máximo exponente es el proyecto de construcción de una isla flotante en aguas internacionales en la que estas élites puedan hacer sus negocios sin estar sujetos a ninguna legislación estatal. No está mal, pero las consecuencias de esta concepción clasista, segregadora y absolutamente elitista nos recuerda, siempre hay precedentes en la historia, a las tensiones sociales y a las luchas de clases de la Roma republicana dividida entre patricios -los que usaban la “res pública” a favor de sus exclusivos intereses – y los plebeyos -relegados a servir al bien común sin obtener nada a cambio- y que acabó en un buen follón que se prolongó a lo largo de los siglos. Mientras que los patricios medraban a costa de la estructura y la administración de los intereses de Roma, el pueblo llano sólo podía aspirar a la mera subsistencia, generando un término que se ha mantenido hasta nuestros días: proletario, aquél cuya única riqueza es su prole: los hijos como fuerza laboral y único patrimonio de los padres.
Hoy, como ayer, los modernos patricios hacen valer sus interese por encima del bien común y hacen y deshacen amparados por la imposible gobernabilidad de un sistema de comunicaciones globalizado, inmediato y lleno de zonas oscuras para la fiscalización de los estados. Ellos, que generaron el desastre mediante prácticas deshonestas, han puesto de rodillas a los estados europeos que acudieron, solícitos, a solucionar sus problemas con dinero público, el mismo que ellos no quieren generar mediante el pago de impuestos. Ellos y sus negocios se colocan al margen y sólo quieren tener mercados cautivos al servicio de sus intereses mientras bombardean las sabidas proclamas de “la liberalización de los mercados”, “la ineficacia de las administraciones” y otros muchos torpedos dirigidos a la línea de flotación de cualquier sistema cuyo objetivo sea el reparto de la riqueza y la protección de las clases medias, verdadero motor de la prosperidad general.
¿Qué se hace hoy por proteger a la clase media? Nada, absolutamente nada. Si un mercado local se agota y sus ciudadanos no pueden acceder a los bienes de consumo, se abandona, se cambia el foco de actividad y se atiende, exclusivamente, a ese mercado emergente de nuevos clientes conformado por países que, hasta ahora, estaban fuera del sistema de libre mercado. ¿Para qué cuidar a los europeos? Para nada, que ellos ya nos salvaron del desastre y solucionado este problema que amenazaba nuestra rentabilidad, los podemos dejar al margen con la seguridad de que el día a día del negocio será suficiente para seguir regando nuestros jardines.
Esto es tan obvio que hasta Angela Merkel se ha dado cuenta de la deriva y asegura: “Lamento que a menudo sean precisamente los que no tuvieron que ver con esos errores [que generaron la crisis económica], los jóvenes y los más desfavorecidos, quienes hoy más padecen las consecuencias. Con frecuencia, las personas con capital ya hace tiempo que han salido del país o cuentan con otras posibilidades para protegerse. Los ricos en los países más afectados por la crisis podrían ser muy útiles si se comprometieran más. Es muy lamentable que parte de las élites asuman tan poca responsabilidad por la deplorable situación actual”
¿Y qué se puede hacer? ¿Qué manual de instrucciones podemos aplicar hoy? Pues me parece que debemos hacer mucho y que lo más importante es generar un manual del que, hoy, desconocemos todo. Los modelos y sistemas políticos heredados de la antigua separación izquierda-derecha, capitalismo vs socialismo, no sirven actualmente, pues la sociedad ha cambiado hasta el punto de que los referentes sociales y territoriales han dejado de ser válidos y sólo el poder del dinero y las corporaciones es capaz de ejercer sus prerrogativas y medrar sin tasa, sin control alguno que limite su ambición.
Si hace unos días decía que la izquierda no tiene quien le escriba, hoy puedo asegurar que es la sociedad, en su conjunto, la que carece de escritores que planifiquen su futuro y corrijan la deriva actual hacia objetivos sensatos, justos y solidarios. Hoy, los más grandes, evaden sus responsabilidades y no pagan impuestos, dejando a las clases medias y pequeños empresarios en una situación desigual que les condena a soportar una carga fiscal desmedida y que debe paliar la falta de aportación de esas grandes fortunas, perfectamente blindadas contra las administraciones fiscales de unos estados que no pueden parar la sangría; pero nadie habla en favor de estos dos agentes sociales. Y lo curioso es que sus intereses, siendo comunes, se entienden contrapuestos. El enemigo del pequeño empresario ya no es su trabajador, que cuenta con más o menos protección social, no: su enemigo es la gran corporación que evade sus impuestos y las grandes fortunas que tampoco lo hacen. Por parte del asalariado, la cosa no es mejor: vigilado y sometido, paga sus impuestos sin tener opción de minimizar sus aportaciones usando las ventajas que tienen los más poderosos, de manera que su capacidad de gasto y de ahorro se ha visto mermada hasta no poder acceder a lo que antes se consideraba normal y que, ya nos dijeron, significaba “vivir por encima de nuestras posibilidades”.
No, hoy la cosa se ha confundido y el enemigo común no se identifica adecuadamente convirtiendo a la general insatisfacción en un abonado campo de cultivo para el crecimiento de nuevos populismos que ofrecen los consabidos - y eficaces - banderines de enganche. Europa va deslizándose, poco a poco y conducida por los efectos de una crisis mal gestionada que ha acabado generando una desmedida injusticia social, al abismo del populismo que nos condena a vivir la tercera D que nos profetizaban los clásicos griegos: Dictadura, Democracia y, la tercera, Demagogia, esa que hoy conocemos con el nuevo nombre de populismo, generador de grandes titulares que proponen aquello que nadie es capaz de cumplir.
Alguien, muchos, debemos demandar que esto termine, que se pongan en marcha los sistemas y medidas que aseguren un futuro social digno para nuestros hijos y nietos, pues el rumbo emprendido nos lleva al desastre. No sé de qué lado del pensamiento político vendrá la generación de ese nuevo libro de ruta pues ninguno de los dos parece en condiciones de domar este caballo apocalíptico que galopa desbocado hacia el triunfo y consolidación de la peor versión del ser humano ególatra, mezquino, cruel y absolutamente despótico con el más débil. Europa es, hoy, un mercado cautivo que amenaza agotarse y convertir a sus ciudadanos en nuevos súbditos de un soberano tiránico: las corporaciones supranacionales con más dinero, más medios y más coherencia en su egoísmo que los propios estados que deben proteger a sus ciudadanos. Y eso pasa, curiosamente, cuando hay riqueza y recursos suficientes para que todos -y digo todos con alcance global - alcancemos un nivel de bienestar común muy satisfactorio y ajeno a las inherentes crisis de un modelo condenado a la perpetuación de crisis periódicas basadas en la necesidad de crecer constantemente. Ni el planeta lo soporta ni el mínimo planteamiento ético de cada individuo debe permitirlo, pero estamos solos, nos han abandonado y no contamos en sus planes, así de sencillo.


Mal pronóstico, la verdad. No hay referentes éticos ni morales; no hay manual de instrucciones y cada cual, a su manera, se defiende como puede dando la espalda al colectivo. Han conseguido tomar todas y cada una de las posiciones defensivas y desarticular la defensa del bien común. Los últimos tratados comerciales de la Unión Europea con Canadá y Estados Unidos se han construido en silencio y con el único objetivo de entregar a 500 millones de consumidores indefensos a los intereses de grandes corporaciones comerciales que no quieren ni trabas, ni reglamentos ni garantías para los consumidores. Esa, y no otra, es la clave de los tiempos, pero mientras tanto, todos seguimos pagando impuestos y sosteniendo un sistema que nos ha vuelto la espalda para adorar a ese nuevo poder que, despótico y autista, canibaliza estados enteros para convertirlos en beneficios de la cuenta de resultados. Mala cosa, la verdad.

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