No era un buen día y lo sabía. El
despertador había interrumpido un sueño profundo y espeso que dio lugar a un
sobresalto que presagiaba lo peor a la vez que el ruido de las gotas en el
tejado le anunciaba un camino lento, de tráfico espeso como un río de lodo que
no llegaba a ningún destino. Puso el café y se encaminó a la ducha con ánimo
negro y la esperanza de que el agua caliente se llevara parte de los funestos
augurios que dominaban su espíritu en un jueves tan absurdo como todos los
jueves, ese día de la semana que ya nos deja la huella del cansancio extremo
sin aventurar siquiera la fresca esperanza que llega con los viernes, por mucho
que la experiencia nos diga que el fin de semana tampoco será nada del otro
mundo y seguiremos dominados por la rutina de unas vidas prefabricadas que
circulan por el camino de lo prestablecido.
El vapor del agua caliente, por fortuna,
había empañado el espejo y por lo menos, se libró de la contemplación de sí
mismo; ese desconocido que, desde hace unos años, se encontraba con él por las
mañanas sin que, día tras día, pudiera reconocerse en ese ser que le saludaba
al otro lado. ¿Es posible que ese espantajo sea yo mismo? Desde hacía tiempo
era consciente de esa especie de esquizofrenia en la que discurría su vida como
si, en realidad, fueran dos: la que él sentía como resultado de su
subjetividad, joven, dispuesta y sin la huella del tiempo y las comidas en su
cuerpo y la otra, la que le gritaba que la verdad pertenecía a lo que el mundo
veía de él y de su realidad, constituida por las décadas pasadas, el trabajo de
oficina y la claridad de las huellas del tiempo impresas en cada punto de su
cuerpo. Por lo menos, hoy no me encuentro con él, pensaba al salir del cuarto
de baño envuelto en albornoz camino del café caliente mientras la casa
permanecía en el pesado silencio del último sueño.
El resto fue lo de siempre:
vestirse en silencio y con cuidado, asegurarse de que llevaba el teléfono móvil
con la batería cargada, echar un ojo a los mails de la oficina, borrar los publicitarios
que le acosaban con ofertas que ya ni veía, y encaminarse hacia el coche
arrastrando el tedio de un día más que nada aportaría a su carrera profesional,
en la que sólo aspiraba a un languidecer placentero haciendo lo que siempre
había hecho y lo que nadie parecía valorar, ni siquiera él mismo. El motor del
coche se puso en marcha mientras los parabrisas limpiaban el agua del otoño –
ya no hacía caso de esos campos cercanos a su casa que tanto se alegraban de la
novedad tras el estío de un verano de horno – se puso el cinturón de seguridad
y encendió la radio para confirmar lo que ya sabía de antemano. Follones
políticos, crisis mundial, calentamiento global, el penúltimo caso de
corrupción de éstos y de aquellos y nada. Como siempre, nada nuevo que rompiera
el ruidoso silencio de una monotonía instalada en el absurdo a la que ya no le
apetecía prestar atención ni para enfadarse; no valía la pena seguir peleando
por una indignación que nada le reportaba.
A veces, tenía la sensación de
ser el único que se daba cuenta de que aquello no podía mantenerse sin terminar
en un desastre global y cada vez más violento. Le parecía imposible que todo
ese caudal de errores -inmensos, enormes, magníficos y absurdos errores – no tuvieran
consecuencia alguna. Era como si nada de lo que constituía la realidad pudiera
tener consecuencias en ese pequeño universo del país, como si nada fuera real o
tuviera el suficiente peso como para terminar de hacer descarrilar ese tren
marchando hacia el caos absoluto que lo devoraría todo un día. Más tarde o más
temprano, ese final apocalíptico tendría que tomar forma y dominarlo todo, pero
él ya se había retirado; ya no hacía nada y, sobre todo, no comentaba nada
harto de que sus conocidos, lejanos o cercanos, rechazaran de plano la visión
que el trataba de trasladarles con meridiana claridad. Unos y otros argumentaban como imágenes
simétricas de una visión confundida dominada por los discursos particulares de
los partidos afines, siempre corta, siempre mentirosa y siempre ajena a la
realidad que, a él, le escupía su desprecio a la cara sin que pudiera luchar
contra ella.
El gusano de coches se deslizaba
lento por la estrecha carretera camino de la autopista, allí donde todos se
detendrían como siempre, en el mismo lugar, a la misma hora y día tras día:
siempre igual, con las mismas señales y los mismos e inmutables puntos de
referencia. Todo era igual pero, con el aire que entraba por la abierta
ventanilla que trataba de despejar los cristales del vaho de la lluvia, ese día
entró algo que no esperaba: entró su propia felicidad escondida entre la débil
niebla del pequeño valle del río que todos los días tenía que atravesar. Como
un latigazo que nos despierta de repente, su niñez se hizo presente para
llevarle a una lejana montaña donde, se dio cuenta, había tenido un momento
raro y pocas veces repetido, un momento de plena felicidad, de absoluta e inerte
plenitud asociada, esta vez sí, con una niebla espesa, fuerte, densa y
dominante que lo silenciaba todo y dejaba al mundo suspendido de la nada
mientras ella, segura y tranquila, cubría cumbres y valles con una luz difusa
que destruía contornos y lo dejaba todo impregnado de su olor de agua y de nube;
de libertad y de viaje, de tiempos largos y fríos helados que se pegaban a la ropa
camino de una piel aterida que no podía reaccionar ante la belleza del momento.
A caballo, en la cima de un
collado, dominando dos profundos valles de montaña, volvió a sentir la dureza
de las peñas y a recordar, sin querer recordar, la alocada carrera de los
muflones pendiente abajo saltando entre los enormes pedregales que se
prolongaban hasta el lago, diáfano, lejano y todavía iluminado por un sol que
resistía el avance las nubes de niebla que ya señoreaban las cumbres. Todo
conformaba un paisaje mágico al que, de repente, se sumó la presencia de un
águila real que le pasó a poco más de un metro de la cabeza en persecución de
las cabras y que rompió la niebla en silencio, tranquila, segura y pausada en
la confianza de que algún cabrito se rompería la crisma en la carrera. Fue algo
tan inesperado, tan potente, tan fidelizado en el recuerdo que, por un momento
no supo dónde se hallaba: si en el coche o si había vuelto al monte llevado por
la magia del indeleble recuerdo. Abrió la ventanilla del todo y el olor se hizo
más fuerte, más intenso, más evocador y más urgente, tanto que notaba que le
demandaba algo que no era capaz de identificar pero que, sin embargo, percibía
como urgente y necesario.
Y en ese momento lo supo y cerró
la mente a cualquier duda: apagó el teléfono, llegó a la rotonda y en lugar del
camino habitual, giró en redondo para dirigirse a la montaña en busca de la
niebla y su recuerdo. No volvió nunca y nadie sabe que, por fin, fue feliz en
el silencio de una niebla con la que consiguió iluminar su vida.
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