Uno, que de natural tiende a
partirse la cabeza pensando en cualquier cosa, anda preocupado con ciertas incoherencias
con las que nos están machacando y que, además de darse de bofetadas con la historia,
me temo que son absolutamente falsas y, lo que es peor, inútiles. Ya he dicho
que no me gusta nada este empeño del Siglo XXI por reproducir los inicios del
XX, esos que tanto daño hicieron y que tantos muertos acumularon en los anales
y cronicones, de la época y de épocas posteriores.
Como el anterior, nos hemos
iniciado en una época de crisis y de valores escurridizos que facilitan y abren
el camino del retorno a las cavernas tribales del nacionalismo, especie de
paraíso en el que se resolverán los problemas causados por esos malvados “otros”,
compendio de todo lo malo que podamos imaginar. Si eso era perverso en su
momento de reacción ante el internacionalismo obrero, parece que hoy, como
respuesta a la globalización económica y tecnológica, la cosa puede ser peor,
incluidas las posibles guerras “arregla-lo-todo”. Enfrascados en la ardua tarea
de mirarnos al ombligo y echarle la culpa a alguien, veo que hay corrientes que
se consolidan sin que haya demasiadas voces que avisen de la llegada del lobo.
Puede que nuestros políticos no
estén haciendo sus propios deberes, pero os aseguro que hay muchos que están haciendo
los suyos y los están haciendo muy bien; y, por supuesto, lo hacen sin contar
con nosotros o nuestros intereses, que para eso están los suyos. Las empresas
ya han visto la maravillosa posibilidad de volver a los sistemas relacionales
del siglo XIX y han desarrollado ese maravilloso subterfugio de la economía colaborativa,
eufemismo de la explotación laboral más pura y más dura que imaginarse pueda.
Eso sí, nuestros sindicatos y nuestros políticos calladitos, que parece que puede
ser el ensayo general con todo para cuando llegue el momento de la verdad: ese
en el que no habrá posibilidad de mantener el actual modelo de trabajo y nos
dirán que no podemos trabajar todos y todos los días, que es lo que va a pasar,
sin duda ninguna.
Hay que asumir que muchos de los
trabajos que hace el hombre no van a existir más en los próximos 20 años, así
de sencillo. Hay que sumir que será imposible que, como hoy, se mantenga ocupado
un elevado porcentaje de la población, por encima del 85-90%, en jornadas de 40
o 35 horas semanales: imposible. Y como las grandes empresas dueñas de la
tecnología que lo hará posible lo saben, ya están desarrollando modelos de “búscate
la vida y trabaja como un perro por una miseria” mientras las administraciones equivocan
el tiro y tratan de protegerse mediante medidas antiguas como los aranceles
aduaneros y otras maravillas del nacionalismo obtuso y del “américa/yo primero”.
En un mundo globalizado, dominado
por el capitalismo feroz de China, EEU y Rusia - que más que feroz es corrupto
e inmoral hasta las trancas – es imposible que un solo país, ni siquiera la UE,
pueda parar la marea esclavista que se avecina y no hay un modelo económico,
moderno y actualizado a las actuales circunstancias, que pueda colocar al
individuo y a la sociedad tecnológica y macro-empresarial en una relación justa
y adecuada. Por supuesto que el sistema -cualquier sistema – debe potenciar la
capacidad del hombre de aspirar al máximo, pero no es menos cierto que eso
nunca debería poder hacerse a costa del colectivo que lo aloja y que hace posible
la consecución del logro al que se aspira.
Hoy el ciudadano, nosotros y los
que nos siguen, estamos vendidos sin que nadie pueda asegurar que dentro de
algunas décadas las administraciones públicas van a poder protegernos de esos
lobos caníbales -homo homini lupus- que afilan sus colmillos y ponen a punto el
orden jerárquico de la manada.
Frente al avance lineal de la
historia, nos amenaza el rápido movimiento de un péndulo que quiere llevarnos a
los oscuros siglos de la miseria y de los siervos de la gleba: ¿Formarán los
trabajadores cautivos parte del patrimonio evaluado por los posibles
compradores de una empresa? Lo veremos, sin duda.
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