A medida que me he ido haciendo mayor -por no decir viejo,
que el término está en desuso y no goza de popularidad -he podido ir repasando
la utilidad de las cosas que me enseñaron y que la vida me ha ido tatuando,
bien de forma amable o, en la mayoría de los casos, de forma muy poco amable
pero eficaz. En ambos casos, el balance va siendo distinto conforme los años me
van cambiando la perspectiva y el punto de vista, pero puedo darme cuenta, hoy
con una claridad absoluta, que nunca, nadie y bajo ninguna circunstancia, me
enseñó algo que creo fundamental: nadie me enseñó a ser feliz; nadie puso la
felicidad como un objetivo básico en mi vida, nadie priorizó su consecución
como algo que yo debía exigirme como una obligación ineludible.
En mi formación me inculcaron la obligación, el deber de
aspirar al máximo, de hacer de mi vida y con mi vida, un logro completo que
supusiera un ejemplo para los demás; me enseñaron la disciplina en el ámbito del
deporte, una disciplina que sobrepasaba cualquier punto imaginado fuera de ese
ámbito; me exigieron ganar y hacer lo posible para conseguirlo pues era la meta
de todo, la derrota era el desierto estéril de los flojos, de los que no se
esforzaban al máximo. Entre mi casa y el
deporte me colocaron un blindaje y un programa mental sólido que me ha servido
para encarar mi vida como una obligación constante, como una “carrera
profesional” de cumplimiento, de búsqueda de lo mejor para mi entorno familiar
por el que debía darlo todo y hacerlo con satisfacción, con la inmensa
satisfacción -jamás aparecía la palabra felicidad- del deber cumplido.
Hoy, con 60 tacos a cuestas, he descubierto que el mejor consejo
que he podido darles a mis hijas -y se lo he dado – es que no haya nadie más
serio que ellas en el trabajo y que, fuera del trabajo, no haya nadie que se lo
pase mejor y sea más feliz. A lo largo de mi vida he pensado que la felicidad
era -una vez más – un esfuerzo mental, algo que dependía de que yo lo quisiera y
me lo trabajara a fondo, pero hoy creo que la felicidad es algo distinto cuya
esencia no he logrado interiorizar o asimilar. Sí, disfruto de muchas cosas y
me satisfacen otras muchas como mi familia, mis amigos, mi trabajo-cuando sale
bien- mis paseos con los perros por la naturaleza, todo eso me satisface, pero
siempre me queda un paso más que no acabo de dar: lo que me imagino como la
felicidad completa es un estado de absoluta satisfacción desde el que no hay un
futuro, no hay una obligación para luego o para mañana; no hay un deber para
contigo mismo o para con el que sea; ese estado, esa especie de nirvana en el
que solo hay un presente feliz, no lo he conocido nunca: detrás del horizonte
siempre se asoma el mástil del deber, de la obligación, del trabajo, la responsabilidad
y el tiempo hurtado a esos sacros cometidos.
Ni mucho menos me considero un desgraciado, pero sí me
gustaría que si alguien lee esto y le puede ayudar a mandarlo todo al cuerno y
mirar a las nubes sin otro cometido que ser plenamente feliz contemplando sus formas
y sus cambios, que se entregue a esa magnífica felicidad como si no hubiera un
mañana, que no lo hay.
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