viernes, 16 de noviembre de 2018

La felicidad que jamás me enseñaron



A medida que me he ido haciendo mayor -por no decir viejo, que el término está en desuso y no goza de popularidad -he podido ir repasando la utilidad de las cosas que me enseñaron y que la vida me ha ido tatuando, bien de forma amable o, en la mayoría de los casos, de forma muy poco amable pero eficaz. En ambos casos, el balance va siendo distinto conforme los años me van cambiando la perspectiva y el punto de vista, pero puedo darme cuenta, hoy con una claridad absoluta, que nunca, nadie y bajo ninguna circunstancia, me enseñó algo que creo fundamental: nadie me enseñó a ser feliz; nadie puso la felicidad como un objetivo básico en mi vida, nadie priorizó su consecución como algo que yo debía exigirme como una obligación ineludible.
En mi formación me inculcaron la obligación, el deber de aspirar al máximo, de hacer de mi vida y con mi vida, un logro completo que supusiera un ejemplo para los demás; me enseñaron la disciplina en el ámbito del deporte, una disciplina que sobrepasaba cualquier punto imaginado fuera de ese ámbito; me exigieron ganar y hacer lo posible para conseguirlo pues era la meta de todo, la derrota era el desierto estéril de los flojos, de los que no se esforzaban al máximo.  Entre mi casa y el deporte me colocaron un blindaje y un programa mental sólido que me ha servido para encarar mi vida como una obligación constante, como una “carrera profesional” de cumplimiento, de búsqueda de lo mejor para mi entorno familiar por el que debía darlo todo y hacerlo con satisfacción, con la inmensa satisfacción -jamás aparecía la palabra felicidad- del deber cumplido.
Hoy, con 60 tacos a cuestas, he descubierto que el mejor consejo que he podido darles a mis hijas -y se lo he dado – es que no haya nadie más serio que ellas en el trabajo y que, fuera del trabajo, no haya nadie que se lo pase mejor y sea más feliz. A lo largo de mi vida he pensado que la felicidad era -una vez más – un esfuerzo mental, algo que dependía de que yo lo quisiera y me lo trabajara a fondo, pero hoy creo que la felicidad es algo distinto cuya esencia no he logrado interiorizar o asimilar. Sí, disfruto de muchas cosas y me satisfacen otras muchas como mi familia, mis amigos, mi trabajo-cuando sale bien- mis paseos con los perros por la naturaleza, todo eso me satisface, pero siempre me queda un paso más que no acabo de dar: lo que me imagino como la felicidad completa es un estado de absoluta satisfacción desde el que no hay un futuro, no hay una obligación para luego o para mañana; no hay un deber para contigo mismo o para con el que sea; ese estado, esa especie de nirvana en el que solo hay un presente feliz, no lo he conocido nunca: detrás del horizonte siempre se asoma el mástil del deber, de la obligación, del trabajo, la responsabilidad y el tiempo hurtado a esos sacros cometidos.
Ni mucho menos me considero un desgraciado, pero sí me gustaría que si alguien lee esto y le puede ayudar a mandarlo todo al cuerno y mirar a las nubes sin otro cometido que ser plenamente feliz contemplando sus formas y sus cambios, que se entregue a esa magnífica felicidad como si no hubiera un mañana, que no lo hay.

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