Reconstrucción de ÇATALHÖYÜK , una de las primeras ciudades
Anda servidora dando vueltas a la cabeza pensando -de vez en
cuando no es malo- en cómo el ser humano se mantiene aferrado al modelo de agregación
social que forma la ciudad y que, según nos dice la historia, surge hace unos
7.500 años en Mesopotamia como consecuencia del desarrollo de las técnicas
agrícolas. Desde entonces hasta ahora, la cosa se ha mantenido bajo el mismo
modelo, que es, en su más simple expresión, como podemos estar juntos gracias a
que hay comida para todos, podemos hacer muchas cosas que, de otra forma,
serían imposibles. Bien, pues ese “juntémonos” ha dado lugar a algo tan
asombroso como la conurbación china creada en torno a Pekín, área que alberga a
120 millones de personas.
Si Protágoras de Abdera tenía razón al decir que “el hombre
es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que
no son en tanto que nos son”, debemos estar de acuerdo en que algo se nos ha
ido de las manos y que nuestra especie no está biológicamente adaptada a estas
medidas. Somos, básicamente, una especie de oportunistas que ha pasado de
buscar carroñas y bayas recorriendo enormes áreas de sustentación a una pandemia
global que destruye todo el espacio que le rodea y cuya nefasta influencia
llega incluso mucho más allá de donde localiza su presencia física.
Cambiamos los grandes espacios por habitáculos hacinados
donde las enfermedades corrían como la pólvora y en donde nuestra existencia se
veía constantemente amenazada por la meteorología y el clima: nuestros niños
morían más y mejor, la violencia se adueñó de las normas sociales y la guerra,
la muerte y la dominación gobernaron nuestro mundo hasta nuestros días.
Pienso en estas cosas al comprobar cómo las actuales
tendencias en Europa tratan de dar marcha a tras en el modelo urbano y
potenciar aquellos hábitos que nos puedan ayudar a la medida del hombre, a su velocidad,
a su ritmo, a su actividad física y a un modelo de movilidad que no rinde pleitesía
a su majestad el coche. Es cierto que al coche le debemos mucho, pero no es
menos cierto que hemos pagado un precio muy alto por sus servicios. Le
entregamos las ciudades, le dejamos envenenar nuestros cielos, dejamos que gobernara
nuestro destino y ahora nos damos cuenta de que la factura pagada empieza a ser
ruinosa y queremos renegociar el acuerdo.
Nuestras ciudades quieren -empiezan a querer – ser más
humanas: queremos silencio, necesitamos aire limpio, queremos reconocer
nuestros ambientes como propios y como humanos; queremos que el ritmo sea el
que nuestros cuerpos pueden sostener y armonizar; queremos, en definitiva, volver
a ser la medida de nuestro mundo y no vernos arrollados por el exceso.
Disfrutamos -algunos – de volver a llevar una bolsa para cargar las compras y no
depender de plásticos y envases cuya huella en el medio ambiente es indeleble y
nociva y lenta, muy lentamente, la organización política empieza a darse cuenta
de que hay que fomentar ese retorno y enfrentarse al problema de sustituir la
gallina de los huevos de oro por… ¿Por qué podemos sustituir la inmensa fuente
de dinero que depende del petróleo y de los motores de combustión interna? Esa,
y no otra, es la gran pregunta de nuestros días, sin duda.
Mientras algunos ya hemos abrazado un futuro de movilidad
sostenible y nos entregamos al sueño de disfrutar las distancias al ritmo de un
suave y electrificado pedaleo, la macroeconomía busca, sin encontrar, el
recambio que nos permita mantener el modelo de crecimiento económico que
requiere el capitalismo que nos gobierna a todos. Ellos buscan el remplazo y yo
busco respuesta a lo que me ronda por la cabeza mientras paseo a mi perro por
el campo: ¿Es que no hay reemplazo para un modelo que ya tiene 7.500 años de vida?
¿Es posible que tengamos tan poca creatividad como especie? Todo parece indicar
que sí, que somos bastante planos ante el brillo del dinero.
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