Como parece que mis amigos se encargan de ponerme deberes,
prometo que este es el último escrito “por encargo” que surge al hilo, junto al
tema de la religión, de la entrada de los viejos rojos. Busco referencias más
cualificadas que mi propio análisis para tratar de contestar a mi amigo Quique,
que me nada un mensaje con el siguiente texto: “…la idea de España como nación
que a los “nuevos rojos” parece que les escueza”. ¡Casi nada como trabajito
para un fin de semana lluvioso! Como lo mejor que se puede hacer con el trabajo
pendiente es matarlo, vamos a ello.
Como en muchas ocasiones, busco una base sobre la que
elaborar la tontería y me encuentro con una inestimable ayuda en forma de un blog
de filosofía que recomiendo: http://introduccionalafilosofia-etche.blogspot.com.es/2010/04/capitulo-12.html
Y de cuyo capítulo sobre las naciones, copio: “El imperio de
Carlos V encarnaba una conciencia universal, para la cual debía primar la
conciencia del todo y no los intereses de las partes. Esta universalidad se
expresó no sólo en el proyecto de crear un imperio universal, sino también en
la resolución de los problemas de cada particularidad desde la totalidad. …El
imperio de Carlos V tuvo un obstáculo insalvable para su viabilidad histórica
en las particularidades y diferencias que contenía: diferencias de intereses y
de conciencia entre Alemania y España, entre los Países Bajos o Italia y América.
El hecho fundamental de que este proyecto universal era el resultado de una
conciencia restringida a pocos hombres, a una élite de intelectuales,
representó un obstáculo importante para su realización y desarrollo. No era el
proyecto de todos y cada uno de los pueblos que participaron en el seno del
Imperio, sino el producto de una conciencia supranacional compartida por una
minoría.”
Este capítulo coloca a España y a Carlos V como fracasado en
su proyecto junto a la liga Hanseática de las ciudades del báltico en
contraposición a los dos grandes triunfadores: Francia y Gran Bretaña, cuyas
armas resume muy bien: “Para que la unidad nacional pudiera ser construida, fue
necesario que el rey venciese a los señores feudales, que una conciencia más
amplia, más general, se impusiese a las conciencias particulares, locales, de
las familias feudales.” Es decir: una sola voluntad gobierna el proyecto con
una dinámica general que pasa por encima de cualquier tensión centrífuga.
Creo que la aproximación nos resulta muy válida a la hora de
acercarnos a la realidad de España, cuya identidad es producto de una dinámica
muy distinta y muy marcada por esas tensiones centrífugas que marcan tanto sus
inicios como su posterior evolución en épocas más modernas. Carlos V pasó gran
parte de su vida en ruta, bien belicosa, bien “racaudatoria” ante las
diferentes cortes constituidas en sus reinos. Mendicante impenitente, pasó la
gorra por Castilla, Aragón, Galicia, Gante y por cualquier reunión o cónclave
capaz de aportar recursos a su siempre vacío tesoro. En pos de una idea de
universalidad cristiana del imperio, no fue capaz de aunar voluntades en torno
a una sola y única organización política coherente con la influencia
territorial de su corona. Faltas de una clara misión común, las partes del
imperio se refuerzan en su voluntad de diferenciación y consolidan privilegios
que, en el caso de España, forman parte de la realidad cotidiana o de los
renacidos anhelos de reivindicación identitaria.
En esta dinámica, las partes que acaban conformando el reino
de España se cohesionan sólo en busca de satisfacer sus propios intereses y
nunca en la construcción de un estado moderno, eficaz, justo o solidario. ¿Hubiera
cambiado esta dinámica el Archiduque de Austria derrotado por Felipe V? Nunca
lo sabremos, pero lo cierto es que la llegada de los Borbones supone un trauma importante
y acaba con derechos y privilegios forales que,
a partir de ese momento, se truecan por privilegios concedidos por
voluntad del rey o sus validos; privilegios que tratan de calmar las tensiones
centrífugas originadas en Cataluña, primero, y en el País Vasco y Galicia a partir
de finales del XIX con el auge de los nacionalismos locales, que se levantan,
con el apoyo de la Iglesia, contra los movimientos internacionalistas obreros.
Podemos profundizar en estas fuentes y en esta historia,
pero hasta donde he podido leer e investigar, la separación entre el individuo
(ciudadano, súbdito, contribuyente o como se le quiera llamar) y el Estado-Corona
en España ha sido mucho más amplia en el caso de España que la existente en
Francia o Gran Bretaña, como naciones más antiguas o en las formadas en la era
moderna como Alemania o Italia.
Si nos centramos en los años de finales del XIX y principios
del XX, veremos que es muy complicado “vender” la idea de gran nación a un
españolito de base condenado a servir, siempre que no tuviera dinero para acudir
a la vergonzosa figura de la llamada “sustitución o redención”, consistente en
pagar aun propio para que recibiera un tiro en nuestro lugar mientras nosotros
nos quedábamos tranquilos en casita, como casi condenada carne de cañón. Aconsejo
echar un ojo a este PDF que es espeluznante:( file:///C:/Users/Juan%20Manuel/Downloads/Dialnet-LaSustitucion
RedencionParaElServicioMilitarAMedia-4000722%20(1).pdf)
Si a esa flagrante injusticia añadimos el desastre de corrupción,
mala gestión y caos organizativo que caracterizaba al ejército, a la
administración toda y la absoluta incompetencia de los diferentes monarcas, gobiernos
y modelos de estado por los que fuimos pasando, no es de extrañar la frase que
se le atribuye a Cánovas del Castillo en conversación con Alonso Martínez: “Son
españoles los que no pueden ser otra cosa”. Es decir, el Siglo XIX y los
primeros años del XX han laminado la escueta identidad nacional española y
consolidado lo que, luego, sería objeto de feroz enfrentamiento entre dos
visiones del mundo radicalmente opuestas: la internacionalización de la idea humanista
abanderada por el socialismo en busca de la patria universal del ser humano
liberado de la tiranía del capital (hay
que joderse lo que se pierde al intentar llevar a la práctica una utopía y
acabar en manos de los Stalin, Pol Poth, Mao, Fidel y compañía) y la reivindicación
de la patria en manos de un ejército empeñado en dos imposibles: mantener las
colonias de ultramar y en reivindicarse a sí mismo, y a sus ascensos, en la
absurda guerra Marruecos que nació “putrefactada” de corrupción y desastres
organizativos. (Imprescindible leer “La Forja de un Rebelde” de A. Barea como
vivencia de primera mano).
La segunda mitad del Siglo XX en España se ve dominada por
la consagración de esta segunda opción desarrollando un cántico triunfalista machacón,
inventado, impuesto y convenientemente estructurado en los capítulos de la
inevitable “Enciclopedia Álvarez”, verdadera incubadora de descreídos y
desafectos a las bondades del régimen que se repetían “ad nauseam” en todas sus
páginas.
Efectivamente, (y por ir aligerando el encarguito de marras)
es muy posible que el nacionalismo español, tanto en sus afectos como en sus
desafectos, sea muy distinto al que se observa en otros países y guarda particularidades
que a un americano del norte, por ejemplo, le causan una enorme sorpresa.
Desde la izquierda, antigua y moderna, se es más proclive a
las ideas internacionalistas y a Europa como moderna encarnación de los sueños
supranacionales. Desde la derecha más radical, no se puede entender una nación
española diversa, plural y unificadora. Desde ambos lados del espectro, hay
rechazos cuya manifestación más representativa podemos encontrarla en la
tranquilidad con la que un americano, del partido que sea, abraza a su presidente
y a su bandera como la sacrosanta encarnación de la idea de unidad y las caras
de ajo que pueden encontrarse en el parlamento español ante la aparición de un
presidente de gobierno del “lado contrario”.
Trabajar en España hacia esa idea de normalización de la
idea de nación como un todo acogedor en el que todos nos sintamos cómodos es una
buena tarea de futuro que otros podrán desarrollar con la bendición del que esto
escribe.
Mientras tanto, asumo mis condicionantes personales y
reconozco que la idea de “la gloria nacional” me suena un poco a lata, pero
trato de que la distancia con lo aprendido en otros momentos y en otras épocas
me dejen ver, esa sí, la gloria personal de los que, con limpieza y al margen
de cualquier otra consideración, se empeñaron y sacrificaron por hacer su tarea
lo mejor posible; aunque su tarea fuera morir por los intereses de otros
envueltos en grandilocuentes discursos.
Mientras tanto, lo de Europa como proyecto global, me
satisface bastante más que la reivindicación de una España idealizada en sus
glorias imperiales que nunca, desde mi punto de vista, supimos gestionar
adecuadamente para que generara un estado justo, solidario y eficaz.
Ya te avisé de que era una navegación de aguas profundas,
Quique.
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