sábado, 3 de marzo de 2018

El último encargo: ¿que pasa con la idea de nación?



Como parece que mis amigos se encargan de ponerme deberes, prometo que este es el último escrito “por encargo” que surge al hilo, junto al tema de la religión, de la entrada de los viejos rojos. Busco referencias más cualificadas que mi propio análisis para tratar de contestar a mi amigo Quique, que me nada un mensaje con el siguiente texto: “…la idea de España como nación que a los “nuevos rojos” parece que les escueza”. ¡Casi nada como trabajito para un fin de semana lluvioso! Como lo mejor que se puede hacer con el trabajo pendiente es matarlo, vamos a ello.
Como en muchas ocasiones, busco una base sobre la que elaborar la tontería y me encuentro con una inestimable ayuda en forma de un blog de filosofía que recomiendo: http://introduccionalafilosofia-etche.blogspot.com.es/2010/04/capitulo-12.html
Y de cuyo capítulo sobre las naciones, copio: “El imperio de Carlos V encarnaba una conciencia universal, para la cual debía primar la conciencia del todo y no los intereses de las partes. Esta universalidad se expresó no sólo en el proyecto de crear un imperio universal, sino también en la resolución de los problemas de cada particularidad desde la totalidad. …El imperio de Carlos V tuvo un obstáculo insalvable para su viabilidad histórica en las particularidades y diferencias que contenía: diferencias de intereses y de conciencia entre Alemania y España, entre los Países Bajos o Italia y América. El hecho fundamental de que este proyecto universal era el resultado de una conciencia restringida a pocos hombres, a una élite de intelectuales, representó un obstáculo importante para su realización y desarrollo. No era el proyecto de todos y cada uno de los pueblos que participaron en el seno del Imperio, sino el producto de una conciencia supranacional compartida por una minoría.”
Este capítulo coloca a España y a Carlos V como fracasado en su proyecto junto a la liga Hanseática de las ciudades del báltico en contraposición a los dos grandes triunfadores: Francia y Gran Bretaña, cuyas armas resume muy bien: “Para que la unidad nacional pudiera ser construida, fue necesario que el rey venciese a los señores feudales, que una conciencia más amplia, más general, se impusiese a las conciencias particulares, locales, de las familias feudales.” Es decir: una sola voluntad gobierna el proyecto con una dinámica general que pasa por encima de cualquier tensión centrífuga.
Creo que la aproximación nos resulta muy válida a la hora de acercarnos a la realidad de España, cuya identidad es producto de una dinámica muy distinta y muy marcada por esas tensiones centrífugas que marcan tanto sus inicios como su posterior evolución en épocas más modernas. Carlos V pasó gran parte de su vida en ruta, bien belicosa, bien “racaudatoria” ante las diferentes cortes constituidas en sus reinos. Mendicante impenitente, pasó la gorra por Castilla, Aragón, Galicia, Gante y por cualquier reunión o cónclave capaz de aportar recursos a su siempre vacío tesoro. En pos de una idea de universalidad cristiana del imperio, no fue capaz de aunar voluntades en torno a una sola y única organización política coherente con la influencia territorial de su corona. Faltas de una clara misión común, las partes del imperio se refuerzan en su voluntad de diferenciación y consolidan privilegios que, en el caso de España, forman parte de la realidad cotidiana o de los renacidos anhelos de reivindicación identitaria.
En esta dinámica, las partes que acaban conformando el reino de España se cohesionan sólo en busca de satisfacer sus propios intereses y nunca en la construcción de un estado moderno, eficaz, justo o solidario. ¿Hubiera cambiado esta dinámica el Archiduque de Austria derrotado por Felipe V? Nunca lo sabremos, pero lo cierto es que la llegada de los Borbones supone un trauma importante y acaba con derechos y privilegios forales que,  a partir de ese momento, se truecan por privilegios concedidos por voluntad del rey o sus validos; privilegios que tratan de calmar las tensiones centrífugas originadas en Cataluña, primero, y en el País Vasco y Galicia a partir de finales del XIX con el auge de los nacionalismos locales, que se levantan, con el apoyo de la Iglesia, contra los movimientos internacionalistas obreros.
Podemos profundizar en estas fuentes y en esta historia, pero hasta donde he podido leer e investigar, la separación entre el individuo (ciudadano, súbdito, contribuyente o como se le quiera llamar) y el Estado-Corona en España ha sido mucho más amplia en el caso de España que la existente en Francia o Gran Bretaña, como naciones más antiguas o en las formadas en la era moderna como Alemania o Italia.
Si nos centramos en los años de finales del XIX y principios del XX, veremos que es muy complicado “vender” la idea de gran nación a un españolito de base condenado a servir, siempre que no tuviera dinero para acudir a la vergonzosa figura de la llamada “sustitución o redención”, consistente en pagar aun propio para que recibiera un tiro en nuestro lugar mientras nosotros nos quedábamos tranquilos en casita, como casi condenada carne de cañón. Aconsejo echar un ojo a este PDF que es espeluznante:( file:///C:/Users/Juan%20Manuel/Downloads/Dialnet-LaSustitucion RedencionParaElServicioMilitarAMedia-4000722%20(1).pdf)
Si a esa flagrante injusticia añadimos el desastre de corrupción, mala gestión y caos organizativo que caracterizaba al ejército, a la administración toda y la absoluta incompetencia de los diferentes monarcas, gobiernos y modelos de estado por los que fuimos pasando, no es de extrañar la frase que se le atribuye a Cánovas del Castillo en conversación con Alonso Martínez: “Son españoles los que no pueden ser otra cosa”. Es decir, el Siglo XIX y los primeros años del XX han laminado la escueta identidad nacional española y consolidado lo que, luego, sería objeto de feroz enfrentamiento entre dos visiones del mundo radicalmente opuestas: la internacionalización de la idea humanista abanderada por el socialismo en busca de la patria universal del ser humano liberado de la tiranía del capital  (hay que joderse lo que se pierde al intentar llevar a la práctica una utopía y acabar en manos de los Stalin, Pol Poth, Mao, Fidel y compañía) y la reivindicación de la patria en manos de un ejército empeñado en dos imposibles: mantener las colonias de ultramar y en reivindicarse a sí mismo, y a sus ascensos, en la absurda guerra Marruecos que nació “putrefactada” de corrupción y desastres organizativos. (Imprescindible leer “La Forja de un Rebelde” de A. Barea como vivencia de primera mano).
La segunda mitad del Siglo XX en España se ve dominada por la consagración de esta segunda opción desarrollando un cántico triunfalista machacón, inventado, impuesto y convenientemente estructurado en los capítulos de la inevitable “Enciclopedia Álvarez”, verdadera incubadora de descreídos y desafectos a las bondades del régimen que se repetían “ad nauseam” en todas sus páginas.
Efectivamente, (y por ir aligerando el encarguito de marras) es muy posible que el nacionalismo español, tanto en sus afectos como en sus desafectos, sea muy distinto al que se observa en otros países y guarda particularidades que a un americano del norte, por ejemplo, le causan una enorme sorpresa.
Desde la izquierda, antigua y moderna, se es más proclive a las ideas internacionalistas y a Europa como moderna encarnación de los sueños supranacionales. Desde la derecha más radical, no se puede entender una nación española diversa, plural y unificadora. Desde ambos lados del espectro, hay rechazos cuya manifestación más representativa podemos encontrarla en la tranquilidad con la que un americano, del partido que sea, abraza a su presidente y a su bandera como la sacrosanta encarnación de la idea de unidad y las caras de ajo que pueden encontrarse en el parlamento español ante la aparición de un presidente de gobierno del “lado contrario”.
Trabajar en España hacia esa idea de normalización de la idea de nación como un todo acogedor en el que todos nos sintamos cómodos es una buena tarea de futuro que otros podrán desarrollar con la bendición del que esto escribe.
Mientras tanto, asumo mis condicionantes personales y reconozco que la idea de “la gloria nacional” me suena un poco a lata, pero trato de que la distancia con lo aprendido en otros momentos y en otras épocas me dejen ver, esa sí, la gloria personal de los que, con limpieza y al margen de cualquier otra consideración, se empeñaron y sacrificaron por hacer su tarea lo mejor posible; aunque su tarea fuera morir por los intereses de otros envueltos en grandilocuentes discursos.
Mientras tanto, lo de Europa como proyecto global, me satisface bastante más que la reivindicación de una España idealizada en sus glorias imperiales que nunca, desde mi punto de vista, supimos gestionar adecuadamente para que generara un estado justo, solidario y eficaz.
Ya te avisé de que era una navegación de aguas profundas, Quique.

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