viernes, 12 de octubre de 2018

El rapto de los símbolos



Aunque los que me conocen saben perfectamente que no soy muy partidario de venerar símbolos y banderas más allá del puro plano de la estética (recuérdense los planos de banderas de Barry Lindon), reconozco que siento envidia por lo que nos enseñan otras naciones que han conseguido que haya ciertas cosas que son de todos.
La naturalidad con la que franceses, alemanes o norteamericanos -éstos últimos mucho más que todos los demás juntos – ven a su bandera o a sus instituciones como algo que les pertenece a todos me da envidia, una envidia sana y un poco pequeña, pues tampoco soy muy partidario de elevar el tono hasta cotas muy altas, que luego pasa lo que pasa, nos liamos con guerras y tampoco es plan
En España se produjo, desde la muerte de Franco, un rapto, un secuestro que convirtió en propiedad privada de pocos lo que debería haber sido de todos. Los unos -la derecha – por sobreprotección y los otros -la izquierda- porque en esos días era más favorable a la bandera republicana, consiguieron que muchos acabáramos identificando la bandera española con la violencia de los guerrilleros de Cristo Rey, las pegatinas pequeñas en los cierres de las correas de oro de los Rolex y su masiva presencia -más con pollo que sin bicho- en las celebraciones del 20 N. Cuando la izquierda quiso reaccionar ya era tarde: la bandera había sido secuestrada y encarcelada a un solo lado del espectro político y no ha sido hasta hace dos días que el PSOE y Pedro Sánchez han intentado serrar los barrotes de verja y decirle que hay un espacio, a la izquierda de la raya, en el que también puede estar cómoda.
El 12 de Octubre se ha quedado corto a la hora de conseguir ser de todos y la costumbre lo demuestra: cuando un presidente de izquierdas se deja ver por el desfile militar, le cae la del pulpo; es rechazado como ajeno; es un “ocupa” en la fiesta de los unos que no ha conseguido ser la de los todos: otro intento de construir un símbolo unitario que fracasa estrepitosamente. Muchos podemos reconocer, en privado y sin demasiados testigos que, si bien la fecha ha cambiado, la escenografía nos trae a la memoria aromas de “Desfile de la Victoria”.
No es España tierra propensa a los grandes movimientos colectivos unitarios, más bien nos domina un gen centrífugo, individualista y bastante ácrata, de manera que la búsqueda de algo que todos sintamos como propiedad colectiva indiscutible se presenta ardua y complicada, pero estaría bien que todos pudiéramos tener un símbolo que abrazar como representante de todos, algo pequeño, manejable, un poco íntimo y necesitado de cariño y protección colectiva, nada que nos exigiera muertes o sacrificios humanos; algo siempre positivo, sin historias de sangre derramada ni nada grandilocuente: pequeño, querido y común.
Y por favor, que nadie me venga con el fútbol….

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