Si algo define al español, tanto en su historia como en los
oscuros momentos que hoy vivimos, es su falta de sentido del humor. Hemos
generado místicos y grandes pensadores que abrazaron el más siniestro
funebrismo de la recia espiritualidad propia de la meseta, pero eso del humor
nos da cierta grima. El español tiende a tomarse a sí mismo con una
trascendencia y gravedad rígida, formal y de forma habitual, cercana a la
tragedia. Somos más afines a los dramas rurales del tipo “Los Galindos” y
Pascual Duarte que a dejarnos llevar por la corriente de Lupercales y
Carnestolendas que nos rozaron pero no terminaron de calar en el ánimo
colectivo. Por cada especio de libérrima permisividad, el español, en general,
genera normas, convenciones y reglas que impiden algo que me parece básico:
aceptar la sátira y el escarnio en todos los órdenes de la vida, especialmente
en lo que se refiere a los inmóviles y hieráticos próceres sumidos en la
trascendencia de su divina misión.
Hoy, cuando los medios son muchos y la difusión de cualquier
dislate es inmediata, clamamos por la judicialización de cualquier desvarío,
bien humorístico, bien demostración de simple mal gusto, para que al autor le
caiga todo el peso de la ley en nombre de las muchísimas normas que encorsetan
nuestra existencia. Delenda est!!! Inadmisible!!! Intolerable!!! La santa
intransigencia de Unamuno carga contra el culpable que se atreve a secularizar
lo sagrado. Pues bien, no estoy de acuerdo en absoluto y defiendo la completa
libertad del humor y la sátira dirigida a cualquier ámbito o personaje de la
sociedad. Nada hay sagrado para el humor y sólo un mandamiento: el acierto
ajeno al mal gusto.
No se debería mezclar el humor con el simple mal gusto o
demostración de fanatismo ideológico que rezuma odio y deseos de ejercer
violencia contra el adversario político, religioso o similares. Desear la
muerte en las peores circunstancias a alguien no es humor, es odio o fanatismo.
Ridiculizar actuaciones bajo la humorada bien pensada es fundamental para
mejorar la salud colectiva. Pienso en la inmensa y positiva aportación que
tuvo, en su día, la irrupción de Vaya Semanita en el panorama de la tv para dar
otra versión y facilitar otros acercamientos al desastre de la violencia social
del país vasco. Los guiñoles de Canal+, Polonia y fuera de España, el
maravilloso y catártico universo de Spitting Image con su absoluta irreverencia
heredera de otro momento glorioso protagonizado por los Monty Phytton fueron
corrientes de aire fresco en nuestro oscuro colectivo político y social.
El humor, hasta el extremo, me parece positivo siempre que
no caiga en el exabrupto, el insulto fácil o el odio, pero todo es susceptible
de ridiculizarse, hasta lo más sagrado. Y cuanto más sagrado, inmutable y
monolítico, más indefenso ante la proclamación de su absurdo a manos del humor
y más me suele gustar. Hay que tener en cuenta que lo protegido como sagrado e
intocable lo es por necesidad de ocultar sus absurdos y sus carencias, pues a
la luz de la crítica y el humor, se desvanecen como los vampiros del cine y
quedan desnudos, vulnerables y frágiles; inaceptables para el análisis
racional.
¿Hay que preservar algún espacio sin humor? Personalmente, creo
que no, incluido el tan difícil y criticado humor negro del que me declaro
seguidor y admirador. Es, probablemente, el nivel más alto, el más difícil de conseguir
y de clavar, pero cuando se hace bien, es inigualable por su efecto: cualquier
humor nos llega por vías irracionales y el negro es especialmente explosivo y
visceral, pero genial.
España vive malos momentos para el humor a la vez que sus
personajes públicos nos dan más motivos para escarnecerlos y ridiculizarlos,
pero todos tratan de convertirse en figuras intocables ajenas a la sátira. No
estoy de acuerdo y me gustaría mucha más virulencia y normalidad en las
reacciones, no la actual omnipresencia de la amenaza judicial.
De las particularidades locales y estereotipos del humor en España, hablamos otro día.
¡IO SATURNALIA! y el mundo cabeza abajo (A buscar que quiere decir eso.)
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