sábado, 18 de febrero de 2017

Fantasmas y retornos

Lo que Trump no quiere
Este año, 2017, alguien celebrará el centenario de la revolución rusa y el inicio de un fracaso que contaminó la totalidad de la historia futura hasta el presente, momento en el que, de una u otra forma, seguimos pagando la factura de ese fracaso en muy distintas formas. Pero esta efeméride, siendo importante, muy importante, es sólo un hecho aislado, un detalle que da brillo y forma a un inicio de siglo que, con matices y diferencias, nos hace pensar que, a lo mejor, los cien años pasados no han hecho más que avanzar en un círculo que, hoy, nos devuelve a paisajes conocidos, a un idioma dominado por términos y esquemas mentales que nos resultan tristemente familiares y que generan, por lo menos a mí, miedo; muchísimo miedo.
¿Qué hace tan familiar aquél periodo y el inicio de este Siglo XXI? Posiblemente, en términos absolutos, objetivos, fríos y contrastables, nada, pero si atendemos a los matices, a las sugerencias, a los remotos parecidos, a las sensaciones puramente dérmicas, la cosa cambia sustancialmente. Hoy, como ayer, vivimos una crisis económica que es reflejo, motivo y destino, de profundos cambios en los sistemas relacionales entre la empresa y el obrero o trabajador. Hoy, como ayer, los movimientos nacionalistas y proteccionistas adquieren importancia y aspiran a un retorno de las “autarquías” productivas y consumistas que consigan darle la espalda a la promiscuidad comercial impulsada por los gobiernos en los últimos años del pasado siglo.
Hoy, como ayer, los teóricos de las razas se pelean por consagrar la supremacía genética de los unos sobre los otros como hicieron otros ilustres como Henry Ford, sus muchos amigos ignorados y otras insignes testas, algunas coronadas, inglesas herederos de las corrientes eugenésicas muy en boga entonces. Hoy, como ayer, la reacción religiosa reivindica su papel hegemónico como elemento organizador de la sociedad en contra de las evidencias de los avances científicos y lo hacen, cosa grave, desde el poder de un recién constituido gobierno en el país más importante del momento.
Hoy, como ayer, la transparencia aparentemente imposible de un pensamiento simple, directo, elemental, visceral, caótico y ajeno a la más elemental reflexión sobre la realidad, se impone como se impuso en aquella Alemania que no acababa de creer en la verdad de lo que decía aquél estrambótico personaje.
No, vivimos una época en la que la transparencia de la comunicación se ha convertido en el manto que oculta la realidad a base de desnudarla completamente: se dice así porque, simplemente, es así y así se llevará a cabo. Igual que la desnudez del emperador bajo su vestido mágico ocultaba, fundamentalmente, la estupidez de sus súbditos, la simpleza de los mensajes actuales parece ocultar otra realidad subyacente, pero no es así y su perversidad radica, precisamente, en eso, en su desnudez, en su literalidad y en la voluntad del emisor de actuar exactamente como anuncia que actuará.
Hace poco leía El Mundo de Ayer, de Stefan Zweig, maravilloso libro que, con la exquisitez propia de este autor, narra la enorme pérdida de libertad personal que supuso, para los ciudadanos de una Europa apenas soñada, la instauración de los estados y sus fronteras tal y como ahora los conocemos. Nos cuenta la enorme satisfacción de viajar desde Viena hasta la India sin tener que enseñar un papel o un simple pasaporte y la sensación -efímera y perdida- de sentirse ciudadano del mundo en un mundo abierto a la cultura y a la estética del arte y su exaltación como único entorno común a una población educada y ávida de experimentar la dulce conmoción de la novedad, de la creación llevada un paso más allá y de compartir, compartir con otros pueblos y otros idiomas esa enorme satisfacción del descubrimiento, del abandono de lo ya viejo y polvoriento propio del pasado. El Siglo XX nació tacaño, pequeño en sus aspiraciones nacionalistas y tremendamente inoperante en su empeño internacionalista para unir a los trabajadores bajo la bandera del acceso a los bienes materiales. El Siglo XX nos trajo el triunfo y la consagración de los peores vicios y tendencias del hombre: se arrastró de guerra en guerra y de desastre en desastre en una dinámica imparable oculta bajo el manto de una aparente modernidad victoriosa que nos cegaba con el destello de un plástico y una luz resplandeciente que ocultaba la verdad: nada se había perdonado, nada se había olvidado y la reacción seguía acumulando energía a la espera de poder dar el empujón definitivo que hiciera retroceder la historia.
Ese momento ha llegado y la reacción recupera posiciones bajo la dulzura de un lenguaje pervertido que ha conseguido disfrazar la verdad. La realidad de hoy, vieja, conocida, rencorosa, avara y destructiva se viste con los fastos de un lenguaje renovado que ha conseguido engañar a muchos, pero la verdad de sus actos muestra su verdadera naturaleza. Nada nuevo hay bajo el sol y desaparecido el enemigo, la tierra entera se presenta como el nuevo campo de conquista: nada hay fuera del poder y de la ambición del dinero y de la reacción, así que avancemos, conquistemos y dividamos para hacer del enemigo algo pequeño, algo débil al que poder dominar con el mínimo esfuerzo.
Pero so tiene un riesgo y el riesgo es el mismo que hizo de la década de los 40 un periodo maldito: todos quieren ganar y crecer, si bien hoy los terrenos se desdibujan y pierden definición a la hora de concretar. Antes se exigían territorios, hoy se aspira al control de los mercados sin tener que ocupar el terreno con tropas y ciudadanos, pero la guerra es la misma. China, Rusia, EEUU y Europa mueven fichas y peones; se firman y se denuncian tratados; se establecen alianzas y se vigilan los movimientos de cada cual en sus terrenos más próximos tal y como siempre se ha hecho.
Y en esa guerra, es muy importante que los contendientes sean grandes, así que, si podemos redefinir fronteras y hacer que algún grande se deshaga, mucho mejor. Y Europa y sus pequeños nacionalismos se entregan al juego facilitando los movimientos de los grandes mientras le dan la espalda al sueño de ser grande, justo, solidario y depositario de una cultura y una forma de entender el mundo consagrada a los principios que la hicieron grande y que tantas vidas costaron.
No, la cosa no funciona y los fantasmas de un pasado tenebroso nos lanzan mensajes, se hacen corpóreos y dirigen las grandes tendencias de nuestro mundo con la misma vocación de siempre: evitar la evolución del ser humano hacia la grandeza espiritual, condenarnos a ver perdurar lo peor de nuestras raíces animales y animistas; quieren que nos entreguemos a la conocida danza del fuego alimentando las llamas con nuestra propia sangre como siempre se ha hecho.
La comparación de los siglos nos deja un panorama oscuro y lejano al optimismo, lo siento. Si al analizar la realidad de esta sociedad tecnolescente decía que la búsqueda de modelos estables era algo fundamental a la hora de explicar el estupor de las nuevas generaciones, me temo que, al analizar las semejanzas de los dos últimos siglos, el modelo que se pone de manifiesto y el que se revela como más accesible, es el de la destrucción y el retroceso; el mismo que la humanidad tiende a abrazar en los grandes momentos de duda. Parece que lo que mejor se nos da es abrazar la destrucción y eso nos otorga una cierta sensación de seguridad: si tengo un enemigo, ya se lo que tengo que hacer y lo hago de forma inmediata. Se monta una buena guerra y eso lo aclara todo sin tener que pensar demasiado.
Hoy llamamos “populismo” a lo que siempre se ha llamado fascismo sabiendo, perfectamente, a qué nos referíamos; llamábamos mentira a lo que hoy quieren bautizar como “posverdad” y en ese largo languidecer y degenerar del lenguaje nos van introduciendo, anestesiados y conformes, toda esa basura intelectual que acaba por conquistar mentes y espíritus. Lo público debe morir, el beneficio de las grandes corporaciones debe ser el único objetivo y el ciudadano debe ser transformado en súbdito y cliente cautivo, que eso de la libertad individual y el posicionamiento crítico trae malas consecuencias.

No, quieren restringir el ser humano al ámbito de determinadas fronteras con el fin de poder clasificarlo y jerarquizar sus derechos y su capacidad de actuar con libertad, que hasta ahí podríamos llegar. No todos somos iguales, por si no ha quedado claro, que todavía hay clases. Cualquier sueño de verdadera globalización; cualquier intento de universalizar las libertades, cualquier corriente que aspire a consagrar al ser humano como habitante de un único mundo está condenada de antemano y es enemiga declarada de los de siempre, sin discusión. Nada nuevo bajo el sol.

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