TIEMPOS EN LOS QUE LOS SUEÑOS NOS INCLUÍAN A TODOS
Hubo un piso cuyos habitantes se sentían cómodos y felices recorriendo
un largo pasillo en el que colgaban, de común acuerdo, cuatro banderas conviviendo
en armonía. Eran las que representaban un sueño todavía nuevo y aún no escrito
en la formal caligrafía de ningún texto legal: la ikurriña, la senyera, la
gallega (huérfana de nombre propio) y el pendón morado en representación de los
madrileños del grupo que encontraron allí su refugio autonomista. Eran tiempos
en los que no había llegado el “café para todos” y tan solo las nacionalidades
históricas parecían reclamar una historia que luego se desparramó por todo el
mapa español.
En ese piso jamás se habló de exclusiones, jamás se dejó que
la sombra de la insolidaridad nublara la ilusión y en cambio, se soñaba con la
normalidad de un patrimonio cultural acrecentado por la aportación de lenguas y
culturas que habían vivido en el extrarradio del franquismo. En ese piso se
hablaba de futuro, de Europa, de libertad, de lo equivocados que estaban
aquellos mayores que, desde nuestros 19 años, juzgábamos fuera de la verdad de
los tiempos y condicionados por un pasado cuyo retorno era imposible.
En ese piso nos emocionamos con aquel compañero que lloró
como un bebé viendo, con las sempiternas interferencias de la televisión del
autobús del equipo, a Tarradellas y su histórico “ya soc aquí” aquel 23 de octubre
de 1977. Éramos muy jóvenes y en el antiguo pabellón de Zaragoza salíamos al
campo con las canciones de la Bullonera y de Labordeta cuyas letras, hoy, me
emocionan y me hacen recordar sensaciones y vivencias que me hablan de ilusión,
de esperanza y de ganas de hacer un país nuevo partiendo de cero.
No había, en ese futuro esperanzado, sitio para la
manipulación, la demagogia, la discriminación y todo estaba lleno de
solidaridad, respeto, inclusión, libertad y trabajo en común para ganar lo que
tanto necesitábamos ganar y que no querían darnos. Europa era un sueño lejano y
casi imposible; la libertad, siempre amenazada por espadones franquistas
dispuestos a salvarnos, aunque nosotros no quisiéramos ser salvados y la
bandera de todos estaba secuestrada por aquellos que, al final, consiguieron
que muchos nos sintiéramos excluidos de su simbología común y todavía no la
veamos con total normalidad.
Han pasado cuarenta años y la realidad de hoy nos escupe a
la cara la verdad de una política sucia, mezquina, mentirosa y falaz. Vivimos
el triunfo de la demagogia con una Cataluña impensable en aquellos tiempos de
sueños limpios, vivimos sometidos a la tiranía de apropiación de palabras,
conceptos y símbolos por parte de aquellos que hacen triunfar la insolidaridad,
la mentira y la manipulación de la historia y que quieren lograr un triunfo que
les consagraría en sus mentiras: quieren lograr el odio y yo me niego a
entregarles ese triunfo en la partida.
Apelo, en un momento de sinrazón dominado por el absurdo, a
la reivindicación de la sensatez y la normalidad. Contra la enconada
visceralidad del odio, apelo a la racionalidad y a la experiencia de los que
tuvieron que construir sobre bases sólidas y de moral elevada. Apelo a mirar
hacia aquellos que se dieron cuenta de que los pueblos deben avanzar y construir
su futuro dejando atrás el odio pues sabían que, sobre el odio, no hay base para
construir nada, sólo para destruir y para retroceder.
Apelo a la verdad de aquellos recuerdos limpios; apelo a mi
propia vida en una Cataluña esplendorosa que lucía sus mejores galas en el 93 y
94; una Cataluña abierta y modélica que, con la ayuda de toda España, se exhibió
al mundo vestida de sus mejores cualidades en los juegos del 92. Apelo a la
verdad de una historia asumida con naturalidad y no recreada al servicio de pensamientos
y objetivos bastados que buscan, en la mentira, la justificación de un futuro
que nace corrompido por la mentira, el enfrentamiento y la exclusión.
Apelo, como muchos otros, al triunfo de la convivencia
regulada por las leyes que nos hemos dado y que, entre todos y por el bien
común de todos, podemos cambiar trabajando todos juntos sin dejar a nadie en
las cunetas de la historia. Sé que apelo a los imposibles utópicos de una
España que no puede pensarse amputada y mermada de una parte de sí misma; que
apelo a que los que excluyen se den cuenta de que la exclusión en el preludio
del exterminio de los más próximos, de sus amigos y compañeros de trabajo;
apelo al sueño común de una Europa que elimina fronteras y suma identidades; apelo
a la suma y nunca a la resta; apelo a la solidaridad internacionalizada entre
los trabajadores en contra del egoísmo de un capitalismo aliado con lo más
rancio de una iglesia que hoy, no es reconocible en sus arcaicos planteamientos
decimonónicos.
Apelo a mi propia racionalidad intentando tapar el exabrupto
que me nace de esa visceralidad que quieren despertar en mi los que basan sus
mentiras en una emocionalidad manipulada y mentirosa; apelo a mi propia calma y
a mi visión racional de la vida política, tan alejada de valores que
necesitamos como el respirar. Apelo a no dejarme arrastrar por ellos, a ser
mejor y a llamar a los que, como yo, solo quieren trabajo, armonía, respeto,
solidaridad, justicia y verdad sobre las que vivir de acuerdo con un ordenamiento
legal que nos protege a todos de arbitrariedades fascistoides.
Apelo a la utopía de la razón enfrentada a la intransigencia
de un mito nefasto que habla de mejores y peores, de un mito basado en una
realidad inventada que nunca fue; de una visceralidad negativa creada por la
manipulación y la mentira; apelo a racionalidad y a la verdad para librarnos de
la condena del odio y la manipulación de las palabras y conceptos; de los
símbolos y de la historia; de la realidad y de la vida ciudadana.
Apelo, en suma, al imposible que nos debemos y a los que
algunos dan la espalda sin saber que la historia que quieren construir se
volverá contra ellos por mucho que ahora quieran ocupar el lugar de los que, en
aras de una causa justa, se inmolaron en beneficio del hombre. Pobre el hombre
que acepte el sacrificio de algo tan bajo y tan inmoral.
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