sábado, 7 de enero de 2017

La sociedad de la desinformación


Esta reflexión se escribe en un ordenador portátil conectado a internet en el que suena, gracias a las prestaciones de la red, una recopilación de las mejores arias de María Callas, una maravilla conservada en “la nube” y accesible a cualquiera que quiera pasar un buen rato, de la misma manera que se ofrece, abierto al mundo, un inmenso acervo cultural que era impensable, inaccesible e inmanejable para nuestros ancestros. Nunca, como ahora, el mundo se ofrecía, servil y dócil, para llegar a nosotros mediante el simple y sencillo acto de apretar el botón de un adminículo electrónico. Nada que objetar a ese respecto pues el denominador común de todo ese nuevo universo puede catalogarse como positivo, pero…y siempre hay un pero, en ese universo cabe todo, como siempre: lo bueno y lo malo y además, el medio, el entorno físico y cognitivo en el que debemos integrarnos para disfrutar de sus ventajas y maravillas, tiene un código que nos condiciona y que nos genera algunas contradicciones.
Si hacemos caso al siempre vigente Marshall McLuhan y su famoso “el mensaje es el medio”, veremos, al analizar la génesis de la actual WWW – no confundir con la previa “internet” – que la razón de su generación se basó en la posibilidad de:
a.- transmitir información gráfica
b.- relacionar contenidos mediante enlaces directos
el primer objetivo nos habla de una información transmitida a través de códigos visuales cuya implicación cognitiva es diferente a los procesos seguidos en el análisis de la información textual. El segundo punto nos ofrece la posibilidad de saltar de un documento a otro, de un concepto a otro en un entorno -el ordenador – por completo ajeno al universo tradicional de transmisión cultural: el libro de papel, el documento físico sobre el que siempre se había transmitido la cultura.
El primero nos pone a trabajar según capacidades fisiológicas completamente distintas de las que usamos en el análisis de los textos y del lenguaje escrito. El soporte de la información es distinto y nuestros procesos de análisis también, de manera que ponemos a trabajar áreas del cerebro distintas a las que se han potenciado en el ambiente cultural durante siglos y el segundo, ataca frontalmente el proceso de análisis exhaustivo y la reflexión propia de la profundización en los conceptos inherentes a la lectura de un libro aislado. Somos nosotros los que, en el caso del libro, procesamos, almacenamos y RELACIONAMOS la información recibida conforme a lo que conocemos del tema gracias a los contenidos almacenados en nuestra memoria. Este proceso nos puede llevar a situaciones geniales propias de aquellos que supieron poner en conexión diferentes aspectos o perfiles de una realidad desconocida previamente y que pudo estructurarse gracias a la intuición, chispa o especiales cualidades de los pocos que supieron ver una unidad en aquello en lo que otros sólo pudieron acercarse a la contemplación de realidades parciales ajenas al conjunto. Ellos crearon o descubrieron las relaciones ocultas sin que nadie les sugiriera un camino prestablecido como ahora ocurre con los hipertextos, esos subrayados azules que salpican cualquier trabajo serio y que nos condenan a seguir caminos ya trillados y por otros establecidos. Es más, seguimos ese camino dando por hecho la validez del trabajo sugerido; nos entregamos a una verdad o realidad establecida por otros mientras que, en el caso de los libros y los trabajos universitarios, estamos sujetos a cumplir con la académica suspicacia que nos obliga a seleccionar trabajos, investigaciones y metodologías con la desconfianza de un mercader fenicio buscando ocultos engaños en la mercancía ofrecida.
Así pues, la actual realidad “virtual” nos obliga a usar capacidades distintas y metodologías de análisis empobrecidas con respecto a lo que el ser humano ha venido haciendo desde el descubrimiento de la escritura y por ende, de la transmisión de los conocimientos adquiridos de generación en generación. Y además, nos obliga a hacerlo a una velocidad sorprendente y poco adecuada a la biología en cuanto a elemento determinante de la generación de terminología y sedimentación de los enormes caudales de información disponibles: no tenemos tiempo -tiempo de vida – suficiente como para nombrar, discernir, analizar, relacionar, procesar y sedimentar todo lo que nos llega para formar criterios y posturas ante lo que estamos viviendo: nos hemos convertido en ciegos dentro de un universo lumínico de tan alta intensidad que nos impide discernir el detalle con claridad, estamos perpetuamente deslumbrados por nuevos destellos cegadores que nos impulsan a movernos en nuestra pequeña vida dando tumbos de un obstáculo a otro sin que podamos anticipar nuestros movimientos y evitar los tropezones.
Desde hace poco más de 20 años vivimos un cambio en los paradigmas que dominan la transmisión cultural mucho más importante que el cambio derivado del imperio de la televisión, verdadera carga de profundidad contra la información transmitida a través del texto escrito en papel. Y adaptarnos a ese cambio nos va a consumir tiempo, un tiempo que ya no tenemos, un tiempo que nos arrolla y nos desborda en forma de un incontenible alud informativo cuyas cualidades vienen mezcladas y entrelazadas; un alud que lo cambia todo ante la inercia de todos y la pasividad de casi todos con excepción de los pocos que se alzan contra alguna de las funestas consecuencias que ya empiezan a consolidarse como parte de nuestras vidas. Personalmente, estoy en lucha contra alguna de esas nuevas realidades que todos aceptan como normales y a mí me generan una cierta neurosis existencial de complicada digestión:
La primera de ellas es la degeneración del lenguaje, arrastrado hacia una pendiente de pérdida en cuanto a su extensión y también, aspecto especialmente peligroso, en cuanto a la correcta transmisión de los conceptos soportados por la palabra. El primero de estos peligros viene determinado por dos cuestiones fundamentales:
1º.- la falta de lectura y aprendizaje de las palabras que definen nuestro universo -cuánto mal han hecho los planes de educación empobrecidos y vacíos de contenidos antes considerados básicos – por la falta de cultura general inherente a la lectura y al dominio del entorno físico y
2º.- por la velocidad y evanescencia de los términos acuñados sobre las exigencias de esa nueva realidad tecnológica, siempre efímera y siempre cambiante; una realidad que obliga a conocer y abandonar terminologías relacionadas con realidades que no perduran ni acaban de asentarse en el universo cotidiano de la comunicación del común de los mortales.
Ambas tendencias nos hacen más pobres, más vulnerables ante la realidad y, sobre todo, hacen que nuestro universo sea más pequeño cada día. Cuando perdemos la palabra, perdemos el concepto y esa parte de la realidad con la que somos capaces de definirlo, asumirlo e interiorizarlo para aumentar nuestra concepción del mundo y de sus reglas, de su realidad completa. No parece que los especialistas tengan duda sobre eso, de manera que los nuevos estudiantes ven mermada tanto su capacidad de comprensión como su capacidad de expresar aquello que, con un léxico más rico, podría facilitarles la transmisión de nuevas ideas propias de un mundo tan complejo como el que ahora nos hace accesible la tecnología. Respecto a la evanescencia y falta de permanencia de las nuevas palabras -normalmente anglicismos de dudosa definición y aceptación universal – sólo puedo decir que, en mi día a día, sufro las consecuencias de esa falta de vigencia en forma de discursos confusos cuyo significado es tan disforme como el número de receptores que se ven sometidos a él. Un verdadero babel de interpretadores que acaban confundidos, inertes y pasivos sin saber bien a qué atenerse con respecto a la idea que se ha tratado, sin éxito, de transmitir. Un verdadero sin sentido que domina muchas de las facetas de la actual actividad empresarial.
Este último punto se relaciona íntimamente con el segundo apartado que mencionaba arriba sobre la “degradación de los significados y los términos”, algo que en los últimos años ha sido especialidad de los políticos y su capacidad para negar y rehusar la realidad de sus manifestaciones públicas. Esto, que no debería pasar del estado de “intento de engaño” debidamente corregido por la prensa, se ha consentido y apoyado sin descanso hasta generar una realidad lingüística paralela que ya nadie es capaz de acotar y reorientar hacia el sencillo uso del diccionario. Han conseguido tomarnos el pelo y hacer claudicar al lenguaje ante sus espurios intereses políticos sin que nadie nos defienda mediante el sencillo truco de usar el diccionario de la RAE de sencilla consulta a través de su página web.
La desidia ha llegado a tal extremo que hemos podido ver la consagración de términos tan absurdos como el de “posverdad” cuya definición en la famosa Wikipedia nos informa: “es un neologismo que describe la situación en la cual, a la hora de crear y modelar opinión pública, los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales”. Es decir: una mentira; simple, llana y asquerosa mentira sin más. ¿Somos tontos? ¿Vamos a consentir que esa tendencia nos lleve a dejar que una creencia se asiente como verdad en función de que cualquier loco fanático se empeñe en decir que la tierra es plana porque sus creencias así lo exigen? ¿Vamos a dejar que se eluda la verdad en función de que esa realidad le resulte incómoda al primer mentiroso que vea ventaja en su negación? Tristemente, parece que estamos dispuestos a rendirnos sin luchar la plaza y abrir las puertas del triunfo a cualquiera que niegue su mentira y acuda a un nuevo término tan abyecto como el que encierra tan nocivo palabro.
Cabalgando esa degradación del lenguaje también se ha colado un invitado perverso en este nuevo universo definido por la tecnología: la falsedad, la mentira interesada, el bulo y la información falaz o no contrastada. Derribadas las barreras de la realidad y la verdad, estamos sometidos al constante ataque de la mentira que impera sobre cualquier debate público sin que haya mecanismos que nos defiendan de sus consecuencias. ¿Ejemplos? Tenemos muchos, desde la sustentación de la argumentación en favor de la independencia de Cataluña, al Breixit o el triunfo de Donald Trump apoyado en las constantes mentiras de medios electrónicos cuya única vocación se ha manifestado en el lanzamiento de mentiras que favorecían sus delirios hasta el punto de poner en marcha el debate sobre la necesidad de poder controlar la difusión pública de tamaños engaños malintencionados.
La realidad es preocupante y lo es porque, si bien nunca ha habido más y mejor información accesible, parece que el grueso de la población ha decidido entregarse al abandono de la excelencia como meta. En paralelo a una élite universitaria con una preparación exquisita, convive una masa adocenada que no hace el esfuerzo de elegir lo bueno en detrimento de lo malo; una masa inerte e indefensa por su incapacidad -voluntaria – para formarse y elegir contenidos ricos y satisfactorios dando ventaja a … ¿qué consume esa masa que vive de espaldas a los libros, a la búsqueda de la verdad, a la excelencia del arte a su alcance; ignorante de todo pero con opiniones basadas en mentiras interesadas? Personalmente no lo sé, intuyo que consumen basura generada en televisiones y páginas de internet que les permiten reforzar esas opiniones dándoles informaciones tendenciosas y “a medida” de sus propios intereses, pero no tengo datos reales sobre esa penosa realidad ni de la satisfacción que ese consumo endogámico, empobrecido y miserable les puede dar, pero los indicios son preocupantes, la verdad.
Vivimos una sociedad voluntariamente desinformada e inerte justo cuando la realidad de la tecnología y las comunicaciones debería conseguir todo lo contrario. Contradicciones del género humano. Sic transit gloria mundi.


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