domingo, 8 de septiembre de 2019

7.500 años ha

Reconstrucción de ÇATALHÖYÜK , una de las primeras ciudades


Anda servidora dando vueltas a la cabeza pensando -de vez en cuando no es malo- en cómo el ser humano se mantiene aferrado al modelo de agregación social que forma la ciudad y que, según nos dice la historia, surge hace unos 7.500 años en Mesopotamia como consecuencia del desarrollo de las técnicas agrícolas. Desde entonces hasta ahora, la cosa se ha mantenido bajo el mismo modelo, que es, en su más simple expresión, como podemos estar juntos gracias a que hay comida para todos, podemos hacer muchas cosas que, de otra forma, serían imposibles. Bien, pues ese “juntémonos” ha dado lugar a algo tan asombroso como la conurbación china creada en torno a Pekín, área que alberga a 120 millones de personas.
Si Protágoras de Abdera tenía razón al decir que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que nos son”, debemos estar de acuerdo en que algo se nos ha ido de las manos y que nuestra especie no está biológicamente adaptada a estas medidas. Somos, básicamente, una especie de oportunistas que ha pasado de buscar carroñas y bayas recorriendo enormes áreas de sustentación a una pandemia global que destruye todo el espacio que le rodea y cuya nefasta influencia llega incluso mucho más allá de donde localiza su presencia física.
Cambiamos los grandes espacios por habitáculos hacinados donde las enfermedades corrían como la pólvora y en donde nuestra existencia se veía constantemente amenazada por la meteorología y el clima: nuestros niños morían más y mejor, la violencia se adueñó de las normas sociales y la guerra, la muerte y la dominación gobernaron nuestro mundo hasta nuestros días.
Pienso en estas cosas al comprobar cómo las actuales tendencias en Europa tratan de dar marcha a tras en el modelo urbano y potenciar aquellos hábitos que nos puedan ayudar a la medida del hombre, a su velocidad, a su ritmo, a su actividad física y a un modelo de movilidad que no rinde pleitesía a su majestad el coche. Es cierto que al coche le debemos mucho, pero no es menos cierto que hemos pagado un precio muy alto por sus servicios. Le entregamos las ciudades, le dejamos envenenar nuestros cielos, dejamos que gobernara nuestro destino y ahora nos damos cuenta de que la factura pagada empieza a ser ruinosa y queremos renegociar el acuerdo.
Nuestras ciudades quieren -empiezan a querer – ser más humanas: queremos silencio, necesitamos aire limpio, queremos reconocer nuestros ambientes como propios y como humanos; queremos que el ritmo sea el que nuestros cuerpos pueden sostener y armonizar; queremos, en definitiva, volver a ser la medida de nuestro mundo y no vernos arrollados por el exceso. Disfrutamos -algunos – de volver a llevar una bolsa para cargar las compras y no depender de plásticos y envases cuya huella en el medio ambiente es indeleble y nociva y lenta, muy lentamente, la organización política empieza a darse cuenta de que hay que fomentar ese retorno y enfrentarse al problema de sustituir la gallina de los huevos de oro por… ¿Por qué podemos sustituir la inmensa fuente de dinero que depende del petróleo y de los motores de combustión interna? Esa, y no otra, es la gran pregunta de nuestros días, sin duda.
Mientras algunos ya hemos abrazado un futuro de movilidad sostenible y nos entregamos al sueño de disfrutar las distancias al ritmo de un suave y electrificado pedaleo, la macroeconomía busca, sin encontrar, el recambio que nos permita mantener el modelo de crecimiento económico que requiere el capitalismo que nos gobierna a todos. Ellos buscan el remplazo y yo busco respuesta a lo que me ronda por la cabeza mientras paseo a mi perro por el campo: ¿Es que no hay reemplazo para un modelo que ya tiene 7.500 años de vida? ¿Es posible que tengamos tan poca creatividad como especie? Todo parece indicar que sí, que somos bastante planos ante el brillo del dinero.

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