Hace tiempo que en mi cabeza se forman negros nubarrones
relacionados con la dinámica de una actualidad confusa que toma la forma de una
amenaza peligrosa y muy cercana de la que nadie parece participar. La sociedad
de la información, con todas sus bondades y con todos sus avances, parece
derivar hacia una “estupidocracia” en la que todo puede degenerar hasta los
límites del absurdo y rebasarlos con creces.
Si Giovanni Sartori nos avisaba de los riesgos de las taxias
espasmódicas que afectan a las opiniones de las masas y a los posicionamientos
políticos como resultado del acontecimiento más inmediato, otro pensador
ilustre, Humberto Eco ya aseguraba hace años y antes de abandonarnos, que “el drama de
Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la
verdad”. La opinión se ha transfigurado en información sin que los
participantes en el proceso de la comunicación parezcan ser capaces de
discernir con claridad el absurdo y separarlo de la realidad o de la verdad más
evidente.
Esto, que en el ámbito privado queda restringido a la propia estulticia
producto de la pereza mental e intelectual se convierte, cuando se traslada a
la “res pública”, en un arma de destrucción masiva cuyos resultados
devastadores ya hemos comprobado y eso que, en mi opinión, la cosa no ha hecho
más que empezar. En estos meses hemos dejado atrás la entronización de Donald
Trump, la consagración de la mentira del Breixit que generaciones enteras deberán
asumir y pagar con sangre, el florecimiento de diversos populismos en Europa y
el caos del llamado “procés”, verdadera batidora en la que se ha mezclado todo
hasta conseguir una papilla intragable que todavía, como niños pequeños a los
que la comida “se les hace bola”, andamos paseando de carrillo en carrillo sin
saber muy bien dónde escupirla de una vez.
Vivimos sometidos a una dinámica perniciosa amparada y soportada por uno
de los mejores logros de la humanidad -internet y sus espacios colaborativos
florecientes de genialidad, integración multidisciplinar y logros intelectuales
– venido a menos cuando los mentirosos y perniciosos políticos y descerebrados
en general, los usan para sus inmorales intereses. Sometidos a la inmediatez
del momento más efímero, nos vemos bombardeados con titulares y cortas
afirmaciones cuya veracidad nadie parece cuestionar y que acaban conformando
una realidad paralela que nadie, salvo los interesados creadores, parece
controlar. A su rebufo proliferan las actuaciones políticas que han olvidado
ética, verdad y compromiso cuyo triunfo es posible a pesar de las funestas
consecuencias que acarrean. ¿Es posible defender la democracia y la razón
frente a este ataque sin caer en el totalitarismo y generar un moderno
despotismo ilustrado de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”? Dejo abierta
la pregunta recordando que la democracia, en la historia, ha hecho de
incubadora para los huevos de esa serpiente que, siempre, acabó por matarla.
Si la reflexión anterior se dirigía a cada uno de los intervinientes en
el proceso de comunicación multidireccional que construye internet, la
siguiente se dirige a analizar el papel de los actuales medios de comunicación
sometidos a muchas presiones, todas ellas convergentes hacia la comodidad y al
seguidismo de lo “aceptable y políticamente correcto”. Por deformación
profesional, me gustaría llamar la atención hacia una realidad silenciosa y muy
poderosa que les afecta y que está próxima a conseguir el silencio de los
cementerios. En este caso, el cementerio de la libertad de prensa. Entiendo que
es conocido que los medios viven, en gran parte o en su totalidad, de la
publicidad, pero es menos conocido el proceso gracias al cual reciben o quedan
marginados de los ingresos publicitarios. Cada vez con más penetración, los
sistemas de automatización de la compra son capaces de seleccionar dónde, y en
qué contexto, aparece la publicidad de cada marca. La novedad no reside en el
dónde, no: la novedad reside en la capacidad de seleccionar o rechazar un
contexto determinado por las palabras que conforman la información susceptible
de alojar la publicidad. Si la marca rechaza su integración en determinadas
palabras, la publicidad no llega nunca, de manera que las marcas ya, hoy,
pueden acabar determinando por completo la línea editorial de los medios para
ajustarla a sus criterios comerciales. Pueden rechazar términos como
“violencia”, “debate”, “evolución”, “Darwin”, “socialismo” y cualquier otro que
imaginarse pueda. Aliados con la corriente de inmadurez que inunda las
universidades en las que se rechaza el debate si puede causar molestia – en USA
se han prohibido debates sobre la evolución humana porque podían herir las
creencias de algunos o han puesto salas de atención médica para que a los que
se sentían agredidos por la agresividad de los argumentos contrarios al
creacionismo se les pasara la sofoquina – el panorama se presenta muy oscuro
para la libertad de información o la coherencia con determinados planteamientos
ideológicos.
Esto que acabo de comentar no es algo “que puede pasar en el futuro”:
está pasando hoy bajo el más oscuro silencio de toda la industria, que no
levanta ninguna bandera contra esta incipiente y oscura tiranía amparada por la
libertad de las marcas a la hora de enviar sus presupuestos donde mejor estimen
conveniente. Si a esto le sumamos la deriva que estamos viviendo en cuanto al
uso del lenguaje y los conceptos, la cosa, definitivamente, pinta muy mal.
La tercera tormenta que me amenaza la tranquilidad está conformada por la
increíble pasividad mundial ante el cambio climático, de cuyos efectos estamos
teniendo sobradas pruebas. Los más “neocon” han tomado su rechazo como la
bandera de la lucha contra la izquierda, como si los glaciares, desiertos y
cultivos estuvieran adscritos a partido alguno. Queda muy bien, entre lo más
pijo del neocapitalismo habar de “ciclos naturales”, despotricar contra Al Gore
y lo que cobra por las conferencias y defender lo indefendible con informes
pagados por petroleras y demás “lobbys”, pero los datos se encargan de ponernos
ante las narices la incuestionable deriva que se consolida año tras año.
No es que lleguemos tarde, es que “la hemos liado parda”, sin paliativos.
Desde mi punto e vista, hemos actuado sin conocimiento ni prudencia sobre un
sistema excesivamente complejo cuyos movimientos no podemos predecir y cuyas
consecuencias llegarán por mucho que ahora discutamos la cuota de emisiones de
CO2 o de otros gases. La cagamos, simplemente. Y lo malo, lo peor, es que hemos
dilapidado el único patrimonio colectivo que tenemos y que no podremos
recuperar en siglos: el medio ambiente, el de todos, en el que vivimos todos y
en el que algunos -los ricos - tardarán más en sufrir las consecuencias de su
deterioro mientras que los más -miles de millones – van a luchar con uñas y dientes
por un simple vaso de agua o por un palmo de terreno seco por encima delas
aguas que se lo llevarán todo.
Debe ser que me estoy haciendo mayor y pienso en el futuro que aguarda a
los que vienen detrás y que serán los que juzguen nuestras acciones en función
el mundo que les dejamos para ellos tras nuestro corto paso y nuestra
consolidada deriva hacia el desastre, pero la verdad es que, cuando me da por
pensar, la lista de cosas que me preocupan se hace muy muy larga, sinceramente.
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