Escucho un podcast de historia mientras hago ejercicio (La
Contrahistoria, de Fernando Diaz Villanueva) y me quedo con una parte del
programa dedicado a los celtas. Un guerrero celta le cuenta a un romano, en un
perfecto griego de la colonia de Masilia que, para ellos, el momento de máximo
esplendor del ser humano era la vejez, el momento en el que la acción
-normalmente la guerra – deja paso a la palabra como máxima expresión de la
idea, del logos que nos hace humanos y nos permite avanzar y mejorar. Una idea interesante
la de estos celtas que, en una sociedad guerrera y conflictiva, eran capaces de
elevar a la palabra hasta su mejor posición dentro de la escala de valores.
La palabra es, desde hace años, una obsesión personal y
trato, mediante un uso certero de los términos y expresiones, crear una
exposición de mis ideas lo más clara y concisa posible, pero no había caído en
ese terreno de la inacción como consagración de su valor y potencial. Curiosa
historia que nos llega desde las brumas de una civilización idealizada y
desconocida, a partes iguales, con una cosmología única y una estructura social
compleja que no acabamos de profundizar pero que, en contra de toda lógica, nos
enfrenta al valor del primigenio “logos” centro de todo pensamiento humano
desde el inicio del trabajo intelectual y espiritual del hombre.
La palabra, la idea y el juego de la construcción de
conceptos complejos nos hace humanos y nos permite diseñar no sólo las explicaciones
racionales de los fenómenos físicos de nuestro mundo - el real entorno del logos como reflejo del pensamiento correcto y adecuado a los hechos demostrados - sino otras elaboraciones
que, sin una base real, crean universos enteros cuya única realidad está en nuestros
pensamientos. Basta que todos aceptemos una palabra, una idea para que, de
forma automática, nuestro entorno, nuestra sociedad toda, acepte esa idea como
parte de la realidad cotidiana en la que se desarrolla nuestra vida. Damos
carta de naturaleza con más facilidad a la idea, a la palabra, al concepto, que
a los fenómenos físicos cuyas leyes nos son explicadas y que contradicen la
construcción original. Si los celtas colocaban a la palabra por encima de la acción,
nosotros vamos más allá y la colocamos muy por encima de la realidad como
sustento de imaginarios universos negando la esencia del significado de logos, pero abrazando la idea de lo social y lo común.
Somos máquinas al servicio del mandato de nuestros genes, sí,
pero máquinas capaces de crear un pensamiento, basado en la palabra, que
trasciende tanto el plano físico como el temporal: es nuestra palabra lo que
nos hace eternos al plasmarse en nuestros escritos, en nuestros cuentos; en la
eternidad del recuerdo compartido con miles a través de ese maravilloso invento
que es la escritura y el libro.
Cuando el recuerdo de nuestras vidas se haya apagado en la
memoria de los vivos y los muertos, serán las palabras que nosotros escribimos
las que hablen de nosotros, de nuestras vidas, ambiciones y frustraciones;
serán ellas las que digan cómo fuimos, cómo pensamos y tendrán la generosidad
de ocultar aquello que hicimos sin deber o que, simplemente, nos hizo humanos
al negar, en la práctica, las grandes aspiraciones que sí fuimos capaces de
escribir. Buena cosa esa la generosidad de las letras sobre la escueta y pobre
realidad de nuestras vidas.
Celebremos la palabra, la eternidad de la palabra compartida
y elevada sobre las miserias de nuestra realidad cotidiana y celebremos que
tenemos amigos que escriben – y han escrito – para que podamos recordar lo
mejor de ellos mismos en una celebración constante de amistad y de recuerdos
compartidos.
La verdad es que esos celtas no eran tan tontos, no.
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