Carl Orff tuvo, en su Carmina Burana, la visión de una sociedad medieval algo degenerada, cáustica, irreverente y viciosa que se me hace presente ahora
que, a raíz de las preguntas de un amigo, pienso en las sensaciones que me
transmiten las imágenes y sonidos del juicio que aloja la Audiencia Nacional.
No voy a entrar en el detalle de cada uno de los protagonistas pues, gracias al
cielo, tengo la suficiente tarea como para no poder dedicar tiempo al evento,
pero si he podido “sentir” lo que desde los cortes de la televisión me llega a
las meninges.
Lo primero que vemos es un recinto destinado a la “mejor
gloria y esplendor” de aquellos que se sientan en los elaborados emplazamientos
destinados a cada actor: maderas labradas en las que habitan negras togas (Ya
vemos en lo que ha acabado esa prenda de la que Virglio decía rerum dominos, gentemque togatam _dominadores del mundo, la
gente que viste la toga, los romanos ) que dominan a los
empequeñecidos reos del tribunal sentados en los simples y austeros bancos diseñados
para el escarnio del delincuente. Y con ese espacio central, terminado en un
mal rematado escalón cercano a una rejilla indisimulada, acaba toda posible
solemnidad destinada a engrandecer la importancia y tarea de tan alto tribunal.
Una vez procesada la
imagen, nos llega el sonido y con el sonido la decepción más profunda y la
constatación del imperio de un lenguaje pobre, casi tabernario, de entonación
incoherente y de cuya magnificencia nada queda; nada que no sea un
autoritarismo cuartelario de fiscales cuya eficacia debería estar acreditada
por su pertenencia al tribunal en cuestión y cuyo desempeño se haya cercano a la
ofensa a nuestra inteligencia. No es la primera vez que eso me ocurre y cuando dirijo
mi atención a la oratoria desplegada por el juez, vuelve la más absoluta decepción:
frases interrumpidas, cortadas, sin fluidez, sin conceptos claros expuestos de
forma nítida; todo acaba conformando un discurso pobre que niega lo que sala
pretende: colocar a la justicia del pueblo por encima de las miserias
particulares y mostrar el poder real de ese patrimonio común que constituye el
universo de lo legal y el ámbito judicial.
Por último, nada hay
que ponga de manifiesto que los que se sientan, en una gran mayoría, son representantes
electos de la soberanía popular todavía inocentes -todo reo entra inocente a la
sala del juicio- mientras no salgan condenados. Nada, ni en la forma ni el
fondo, hay en las voces que ponga de manifiesto el respeto de la sala a los
votantes de los encausados. Pueden, ellos, ser despreciados y despreciables,
pero en ellos y en sus personas, reside la voluntad democrática de los que, en
el libre ejercicio de sus derechos, les votaron y depositaron en ellos su
confianza. Personalmente, agradecería esa solemnidad en el trato y en las
maneras, en los títulos empleados, en la necesaria formalidad de los inicios de
las intervenciones e interrogatorios: nada hay que recuerde o ponga de manifiesto
esa idea que elevaría la función del tribunal y las garantías dadas al proceso y
a los reos. Cuanto mayor sea la elevación del tratamiento, mayor será la
vergüenza de aquellos que el juicio demuestre indignos de la misión encomendada
por sus votantes.
Este juicio encierra
mucho y su sentencia marcará el futuro de muchas cosas, de manera que me
gustaría pedirles a todos los intervinientes que estén a la altura de la tarea
impuesta sin abandonarse a desidia alguna, ni en el trabajo intelectual ni en
el lenguaje elegido para llevar a cabo y a buen término sus respectivos
cometidos. Dejemos los poemas tabernarios a los coros del Carmina Burana y hagamos,
cada quien, en su cometido, un trabajo digno de una nación grande formada por
ciudadanos libres que merecen el adecuado respeto y tratamiento.
En
el trono de Fortuna
yo
acostumbraba a sentarme noblemente
con
prosperidad
y
con flores coronado;
evidentemente
mucho prosperé
feliz
y afortunado,
ahora
me he desplomado de la cima
privado
de la gloria.
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