Una España unida en torno a tan amado y universal símbolo es posible
Es posible, solo posible, que estemos llegando al momento en
el que sea necesario redefinir los símbolos más habituales en busca de aquél
que sea lo suficientemente grande y generoso como para acogernos a todos. La
humanidad cambia y los tiempos corren mientras que los grandes símbolos parecen
tener vocación de una imposible eternidad que les haga indiferentes e inmutables
en su propia esencia intemporal. Vano intento: todo muta, se transforma y nos
arrastra en la misma carrera regida por el tiempo y por el paso de las
generaciones.
Pretenden, algunos, que nuestra emotividad y nuestra afectividad
se vean exaltadas y ensalzadas por la mera contemplación de un símbolo, de
cualquier símbolo al que le hayamos dado, desde hace demasiado tiempo, un carácter
cuasi sagrado, más propio de los antiguos ceremoniales paganos en los que el “popa”
descalabraba bueyes blancos en honor a Júpiter tronante bajo la atenta mirada de
augures y sacerdotes. De la misma manera que el “lituus” del augur se ha
transformado en el actual báculo episcopal, podríamos iniciar, todos juntos, el
camino de búsqueda para dar con una simbología más moderna, colectiva y
universalmente aceptada, sin renuncias ni imposiciones.
Para dar ejemplo, me voy a refugiar en lo más básico de nuestra
condición animal para proponer un elemento que nos iguala a todos: el hambre,
la panza, lo visceral, lo puramente animal; lo más terreno, básico y primigenio
de nuestra naturaleza biológica de ente animado que necesita y consume energía.
Mientras España se desgarra entre banderas con más o menos rayas y colores,
propongo la proclamación de un símbolo aceptado por todos cuya única discusión
se centrará en la inicua e inofensiva alternativa de que la tortilla lleve o no
lleve cebolla. Sinceramente, creo que todos ganaríamos mucha tranquilidad y que
nuestra vida pública recuperaría la necesaria tranquilidad y cordura que le
permitiera alcanzar los adecuados niveles de excelencia en la gestión.
Gallegos de Betanzos podrían reclamar el honor de hacer el
modelo adecuado para figurar en las banderas patrias, los andaluces podrían
lucir su propia versión, más rolliza, mientras que cada bar de cada pueblo y
comunidad pelearía por ofrecer la mejor versión de nuestro símbolo patrio a la
sacrosanta hora de los pinchos y tapeos. Imaginemos, pues es posible, toda una España
reunida, los domingos a las 13 00, en torno al disfrute, adoración y gloria de
nuestro mejor símbolo: ¿Cabe mayor muestra de patriotismo?
Sería poner muy difícil la acusación de falta de patriotismo
si esta acusación debiera basarse en la presencia o ausencia de pimientos
fritos en la tapa del acusado; su entrega a la extranjerizante presencia de la
mayonesa; la inasumible ausencia de pan o el rechazo por la presencia de una
cebolla caramelizada, verdadera muestra de degeneración moral que podría acabar
con la vida de nuestras más profundas raíces.
Ahí os lo dejo: un paraíso de calma es posible gracias a la
adopción de la humilde tortilla de patatas con pimientos fritos como símbolo nacional;
símbolo no excluyente que invita a compartir y a alimentar la amistad con
todos, propios y ajenos en torno a su redonda y acogedora presencia. Casi nada.
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